Desde la emergencia de las vanguardias en Latinoamérica a inicios del siglo XX, y con el uso en nuestro territorio de la categoría “arte”, como un producto de la modernidad, para nombrar las creaciones que se producían desde la literatura, la pintura y el sonido particularmente, se asumió el precepto de que las prácticas artísticas, si bien constituían un campo de disputa de los sentidos de la realidad, se realizaban de manera autónoma y libre de cualquier juicio crítico.

Dada la condición colonial que impone la modernidad, este sistema ha generado una división cultural que ha devenido en procesos de exclusión y violencia simbólica simultáneos, a través de la separación tácita entre quienes asumen al arte como un sitio privilegiado de la creación y el pensamiento, frente a otras prácticas culturales vistas como “menores”.

En este sentido, cualquier creación que naciera bajo la etiqueta de arte, asumía per se varias características que la ubicaban como especial, compleja, original, intelectual, única, mística y hasta sagrada, razón por la cual se empezó a concebir al artista como a un creador especie de álter deus, divorciado de las normas comunes.

Pero a su vez, el arte ha surgido como un proyecto político para satisfacer ciertos gustos clientelares y comerciales, ausente de reflexión y dispuesto a engordar una mirada acomodada de la realidad. Y no solo que se ha producido arte a la conveniencia de ciertas instituciones (donde también está la iglesia), sino que el otro, es decir, el arte crítico, ese que incomoda y sonroja a muchos por la brutalidad con la que expone sus argumentos, ha sido censurado, y lo que es peor, por discursos moralistas, que hasta en las leyes quieren imponer sus doctrinas.

De esta forma, el arte que se produce actualmente, y esto a propósito de los resultados del Salón de Julio, debe cuestionar su propia labor considerando esos elementos, así como el alcance de su trabajo, ya que este es formador de significados de la realidad.