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En la ciudad se perdió una novela, el amor, la cursilería y dos canciones insólitas

En la ciudad se perdió una novela, el amor, la cursilería y dos canciones insólitas
02 de octubre de 2011 - 00:00

Voy a referirme a dos libros. El primero de ellos -En la ciudad se ha perdido un novelista/La narrativa de vanguardia de Humberto Salvador, coedición de la Universidad Andina Simón Bolívar y el Ministerio de Cultura, Quito 2009- es un estudio serio, debidamente fundamentado, de la escritura de un autor tergiversado por nuestros especialistas, invisible por años en sus bienintencionados pero minusválidos (cegatones) tratados.

El otro –El amor es una cursilería que mata/Catálogo de ayuda, autoayuda y destrucción, Ministerio de Cultura, Quito 2010- es un reconocimiento sabio y sensible del amor en los términos de un "sí pero no": sí, en tanto cursi; no, porque mata. ¿Y al revés?

Raúl Serrano Sánchez, profesor e investigador de la Universidad Andina Simón Bolívar, capítulo Ecuador "pasa revista" -así lo dice en la introducción a su trabajo, introducción a la que titula ¨Tras las huellas de un rezagado"- "a la vida y obra de Humberto Salvador (Guayaquil, 1909-1982)", un autor borrado como vanguardista y erróneamente considerado como parte del realismo social e incluso, lo que fue ya el colmo, un ícono del realismo socialista.

En las 239 páginas de su libro, Serrano Sánchez deja bien claro que Salvador fue "rezagado" por los críticos, siendo un adelantado entre nosotros -con sus textos narrativos Ajedrez (cuentos, Quito l929), En la ciudad he perdido una novela (novela, Quito, 1930) y Taza de té (cuentos, Quito, 1932), así como con su ensayo Esquema sexual (Santiago de Chile, 1933) dentro de las vanguardias de la primera postguerra, terreno en el que Humberto Salvador fue un estudioso de Freud y precursor del psicoanálisis en el Ecuador.

En conclusión, Serrano Sánchez manifiesta que: "En el contexto de la narrativa ecuatoriana de 1930, de predominio del realismo social e indigenismo, hasta hace algunos años se consideraba la obra narrativa de Pablo Palacio como único referente de esa vertiente" (la vanguardia) "llamada realismo abierto"; luego subraya que "Esta lectura se modifica a partir de la recuperación de la obra de Salvador, un contemporáneo de los narradores del 30 y de Palacio", y agrega que "con Ajedrez, En la ciudad he perdido una novela y Taza de te, Salvador está dentro de lo que son los postulados y propuestas de la vanguardia ecuatoriana y latinoamericana de las décadas de 1920 y 1930"

El amor es una cursilería que mata, de Jorge Martillo Monserrate, "más que un texto poético es una travesía por la experiencia amorosa", se lee en la cuarta de forros del libro; y también que esta travesía se da "desde diversos puntos de vista, discursos y lenguajes.

Como no es posible decirlo mejor, acojo la descripción como mía, y encuentro una explicación para esta riqueza expresiva en el ejercicio simultáneo del periodismo (Martillo es autor de varios volúmenes de crónicas urbanas y de viajes) y la poesía (ha publicado, en este género, Aviso a los navegantes, 1987; Fragmentarium, 1991: Confesionarium, 1996; Vida póstuma, 1997; y Últimos versos de un poeta decadente, 2004.

El siguiente poema nos da una idea de la calidad y espesor de su poesía:

"En domingo llega la muerte a la poesía
O acaso ambas
Son lo mismo
La misma vida con miel y veneno
Óxido y espuma de cerveza
Fotografías y recuerdos de mujeres que creí amar
O dijeron me amarían hasta la muerte
Todo fue verdad y mentira. Sueño. Pesadilla. Realidad.
Qué importa si ya lo viví
Solo resta seguir en la ruta
Dormir sin despertar jamás".
Cualquier comentario sería sobrante. Sueño, pesadilla o realidad, la verdad "una", indiferenciada de la travesía por la experiencia amorosa  y su naufragio: "Desde tiempo atrás/Nado contra la corriente/Doy brazadas a contramano/Diríase/Más bien/Que naufrago".
Pasemos ahora a las dos canciones con las que celebramos nuestra identidad equizofrénica, las características que les endilgan a capitalinos  (es decir quiteños) y portuarios (guayaquileños), "características" que sin el menor pudor, estúpidamente aceptamos.
Bastan unos versos de cada canción para darnos cuenta cabal de la burda propuesta, frente a la cual o somos tontos o cínicos.

Lo medular de la primera canción dice:

Yo soy el chullita quiteño,
la vida me paso encantado,
para mi todo es un sueño
bajo este mi cielo amado
Chulla quiteño,
tu eres el dueño
de este precioso
patrimonio nacional

Lo medular de la segunda señala:

Guayaquileño madera de guerrero,
bien franco, muy valiente, jamás siente el temor (…)
guayaquileño no hay nadie que te iguale
como hombre de coraje, lo digo en mi canción

Estos textos, en ritmo de pasacalle -una especie de pasodoble  "aindiado" o, en el mejor de los casos, "amontuviado"-nos hacen bailar y celebrar, como si los capitalinos fueran unos  vagos, pasaran la vida encantados, todo fuera un sueño para ellos y se creyeran dueños de la nación; el guayaquileño sería un "guerrero",  "franco", "muy valiente", que "jamás, siente el temor" (ni siendo una bestia) y nadie hay "que lo iguale como hombre de coraje". Todo esto porque él lo dice en su canción. En ambos casos una tremenda estupidez. ¿O no?

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