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Guillermo Bustos Lozano, doctor en Historia por la Universidad de Michigan y docente de la Universidad Andina Simón Bolívar

“La política usa la historia como un coto de caza”

“La política usa la historia como un coto de caza”
Foto: Carina Acosta / EL TELÉGRAFO
28 de marzo de 2018 - 00:00 - Redacción Cultura

El historiador y docente universitario Guillermo Bustos Lozano publica El culto a la nación, una obra en la que repasa críticamente la representación histórica -cultural e intelectual- de Ecuador entre 1870 y 1950.

Este libro -coeditado por el Fondo de Cultura Económica, sede Ecuador, y la Universidad Andina Simón Bolívar- estudia los primeros metarrelatos sobre la construcción de la nación; las formaciones discursivas sobre el patriotismo; los rituales de la memoria que se traducen en las conmemoraciones -como la de los 400 años de fundación de Quito-; la institucionalización del saber histórico a través de las academias; y el modo en que operaron los archivos históricos.  

¿Quiénes fueron los agentes que iniciaron con los grandes relatos de lo que es la nación?

Digamos que son quienes aparecen como los primeros historiadores que, en realidad, son integrantes de las repúblicas de las letras,  del espacio literario. Sin embargo, algunos de ellos se especializan y aprenden a escribir historia. Esto se hace en un diálogo con otros intelectuales de América del Sur, quienes se leen continuamente, y ahí van aprendiendo, por ejemplo, el manejo de la evidencia documental. Varios de ellos se ponen en esa búsqueda y encuentran que los archivos en Ecuador están desorganizados, no siguen un orden y están en manos privadas. La idea del archivo como cosa pública no estaba  presente. Ecuador no pudo desarrollar esa cultura intelectual.  

Fueron historiadores que luego se articularon en academias...

Esos esfuerzos intelectuales se hacen, digamos, con una fuerte determinación personal, y luego cuajan en la organización de lo que se llaman las academias, las sociedades científicas. La Academia de Historia es un tipo de sociedad científica que sigue el modelo de la Academia en España y de otros lugares de América Latina. Entonces ellos buscaron instituir el saber histórico y así nació la primera sociedad letrada dedicada a la investigación sobre el pasado.

¿Cuáles eran las características fundacionales de esa sociedad?

Ahí veo dos rasgos naturalizados, que pasan desapercibidos: son ámbitos eminentemente masculinos, no hay presencia de mujeres, y luego todos, digamos, forman parte del mundo no indígena. Lo indígena no está considerado como parte de estas sociedades. Hay un sesgo, un elemento que va a tener un efecto en lo que ellos escriben…

El culto a la nación se fortalece por la constitución de rituales de la memoria, de fechas para recordar, ¿cómo surgen?

Estos rituales cumplieron una función fundamental: nacionalizaron a las masas ¿A través de qué mecanismos se difunden estas creencias en un relato? Bueno, mediante el aparato educativo, la conscripción militar o hasta en la construcción de caminos. Hay muchos modos. Pero hay un dispositivo que podríamos decir es central y son las conmemoraciones, como grandes performances. Con esto, en algunos casos, se crea una cohesión social y también se refuerzan los criterios de autoridad y segmentación social. Quito, por ejemplo, es una ciudad que muestra en su apelación de referentes simbólicos una carga muy fuerte de visión hispanista. Solamente hay que mirar su escudo, su himno o la retórica en la que aparecen formuladas las que se consideran las imágenes más importantes de la ciudad. A esos relatos no se trata de anularlos, sino de ponerlos en una perspectiva más justa. Por mi parte, como historiador, me apego  al “deber de memoria” de Paul Ricoeur. Creo que debemos algo a los que estuvieron antes de nosotros y nosotros debemos algo a los que vendrán después.

Ahora hay como una mayor conciencia de ir llenando ciertos vacíos que, igual, van generando otros. Es como una espiral que no acaba...

Digamos que la historia social de las tres últimas décadas del siglo XX, en la medida que privilegió el análisis de la agencia de los de abajo vs. los de arriba -porque la historia tradicional  ha sido preferentemente una historia de los de arriba-, contribuyó a democratizar la lectura histórica del pasado. Esa democratización, sin duda, ha sido importante,  porque además ha estado vinculada a un hecho básico: ¿por qué seguimos escribiendo y visitando el pasado? Y es porque como mujeres y hombres del presente, del siglo XXI, las lecturas que hicieron otros antes eran insuficientes, porque no tenían las preguntas que ahora poseemos. A mí me gusta recordar siempre en clases lo que decía un gran historiador francés, Marc Bloch, y era un proverbio de origen árabe: los hombres, y yo agrego las mujeres, somos más hijos de nuestro tiempo o del tiempo en que vivimos que de nuestros padres.

En esas necesarias relecturas, el Estado parecería que no lo hace.

Lo hacen, aunque con un ritmo diferente. El Estado adopta puntos de vistas de autores individuales o grupales, los hacen suyos, y los convierten -mediante las conmemoraciones- en  relatos oficiales. Ese conocimiento oficial será desafiado en algún momento por algún movimiento social o grupo. La política usa la historia como un coto de caza: escoge lo que le interesa para alimentarse de ese capital simbólico y busca que sus argumentos se doten de legitimidad o fuerza.

Así como se insiste en el recuerdo, parecería que el olvido no tiene el mismo peso.

Usando el célebre relato de Borges, el de ‘Funes el memorioso’, lo que ese texto muestra es que el recuerdo está hecho de olvidos. Recordamos algo porque olvidamos algo. El recuerdo es selectivo. Hay mecanismos personales, psicológicos, individuales en diálogo con lo social que hacen que algo sea memorable y otras cosas se pongan en la penumbra, o se olviden directamente. Si movemos la escala de lo individual a lo social, una localidad, una ciudad, ni se diga un Estado, no puede recordar todo, escoge qué recuerda. Y ese es un punto que aparece naturalizado en el discurso histórico, como si el pasado fuera eso y nada más. Los relatos del siglo XIX, con todo su cortejo de héroes, presidentes, arzobispos y generales, construyeron realtos para dar cohesión. En la idea de los padres de la patria discurre una memoria patriarcal. A esas figuras no se las puede borrar de un plumazo, pero tenemos que aprender a leerlas. Este libro aspira a eso: aprender a leer relatos del pasado, así como ahora hay todo un esfuerzo por aprender a leer la cultura visual en la que todos estamos inmersos.  

Sobre la memoria patriarcal, el feminismo ha sido el grupo que más ha revistado la historia para cuestionarla.

Sí, porque hay unas metáforas de masculinización que están naturalizadas y hay que hacerlas conscientes.  Recuerdo ahora un episodio durante el combate de secularización de la sociedad, cuando los representantes de la iglesia se oponían a la educación laica. González Suárez usaba una metáfora y decía que se está desnaturalizando la educación, se la está pervirtiendo, como si fuera una mujer descarriada. Ese uso de principios del siglo XX era normal, esa manera de dar significado de género a un hecho político y social que está en el combate. Entonces por ahí van algunos ejercicios de demostrar estas operaciones ideológicas y culturales. (I) 

Memoria

El culto a la nación

El libro es una coedición del Fondo de Cultura Económica con la Universidad Andina.

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