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El Guggenheim de Bilbao consagra en una muestra el arte de la nueva China

Dejando caer una vasija de la dinastía Han (Dropping a Han Dynasty Urn), 1995. Obra del artista chino Ai Weiwei realizada en tres impresiones a la gelatina de plata, 148 x 121 cm cada una.
Dejando caer una vasija de la dinastía Han (Dropping a Han Dynasty Urn), 1995. Obra del artista chino Ai Weiwei realizada en tres impresiones a la gelatina de plata, 148 x 121 cm cada una.
Fotos: Guggenheim de Bilbao
23 de mayo de 2018 - 00:00 - Gorka Castillo, corresponsal en España

No se han ahorrado epítetos ni elogios, pero tampoco polémicas para describir la mayor muestra que se realiza en Europa del arte contemporáneo chino. El lugar elegido para hacerlo es un museo que ha roto moldes: el Guggenheim de Bilbao, el templo pagano que lanzó al canadiense Frank Gehry al firmamento de la arquitectura moderna.

Y el motivo de la controversia: dos obras del artista Huang Yong Ping en las que utiliza animales vivos para que se devoren entre sí. Pero eso es solo una parte ínfima del conjunto general de esta exposición descomunal.

Lo más destacado es el repaso exhaustivo que hace de la creación china más actual, desde la masacre en la plaza de Tiananmen hasta las Olimpiadas de 2008. Veinte años de cambios globales en los que uno de los pocos regímenes comunistas que quedaban en pie se perfiló como una potencia mundial y alcanzó la cima del capitalismo.

Cinco horas (Five Hours), 1993/2006, de Chen Shaoxiong. Luces fluorescentes, contadores eléctricos, rotulador permanente sobre tablero de madera, tubos de plástico y cable eléctrico.

Con el nombre Arte y China. El teatro del mundo se muestra cómo los artistas aprovecharon los pocos huecos abiertos que les dejó el sistema para aprender qué se hacía en Occidente, siempre desde una mirada crítica, y cómo fueron desdeñando el academicismo de los calígrafos y paisajistas de su país.

Esta retrospectiva narra el camino que emprendieron hacia la apertura, con sus riesgos y su censura, y lo hace con un humor ácido que deja al descubierto un cierto regusto de debilidad.

Exposiciones
El Guggenheim de Bilbao abre sus puertas de titanio a una China indómita y desconocida hasta septiembre. La muestra tendrá obras de 60 artistas, en su mayoría poco conocidos y disidentes, y algunos tan famosos como Ai Weiwei y Cai Guo-Quiang.

Seleccionados por la casa matriz de Nueva York, donde se exhibió parte de las piezas a finales del pasado año, la descomunal antología china está ideada y dirigida por la comisaria del museo neoyorquino Alexandra Munroe en colaboración con Philip Tinari, director del Ullens Center for Contemporary Art de Beijing, y Hou Hanrou, director del Museo Nazionale delle Arti del XXI Secolo, de Roma.

Testigo del crecimiento. Las obras de Yu Hong describen las perspectivas femeninas en todas las etapas de la vida y la relación entre el individuo y los cambios sociales en China.

La obra que da título a la exposición, El teatro del mundo, del polémico Huang Yong Ping, provocó dolores de cabeza desde su inauguración por exhibir animales vivos como lagartos, tortugas, tarántulas y escarabajos.

Los responsables del museo argumentan que las condiciones de habitabilidad y los cuidados son los óptimos. No es la única obra sometida al escrutinio morboso del público. Hay otro vídeo del mismo autor que reproduce el acto sexual entre cerdos pintados de colores pero “por respeto y defensa a la libertad de creación y de expresión” se mantiene en la muestra.

Yong Ping argumenta con ironía que tanta provocación “está inspirada en la cosmología y la magia taoístas”, en las teorías de Michel Foucault sobre la modernidad como prisión y en los debates sobre los males de la globalización. Que lo suyo es una metáfora viviente de la naturaleza moderna del caos.

En este ámbito de represión y angustia que cita Yong Ping irrumpe toda esta antología de la China contemporánea, presidida por un grupo de artistas asociados entre sí por el desafío a la censura y por mostrar las cicatrices y las miserias que el régimen chino se afanó por esconder a los ojos del mundo durante los 20 años que separan el Tiananmen y las Olimpiadas.

Si hay alguno que destaca ese es, sin duda, Ai Weiwei, uno de los creadores chinos más internacionales y también uno los más críticos con el sistema comunista imperante. Como fundador del colectivo Stars (Xingxing), deja en el Guggenheim muescas claras de su individualismo enfrentado a la uniformidad de la Revolución Cultural.

Exiliado a Estados Unidos, Weiwei trae a Bilbao una de sus obras convertida ya en clásica: una serie de tres fotos en blanco y negro hechas en 1995 en las que deja caer un jarrón de la dinastía Han que gobernó China entre los años 202 A.C y el 220 D.C.

La exposición también incluye creaciones del multidisciplinar Cai Guo-Quiang, a quien el Guggenheim le premió con una antología personal. Junto a él destacan las instalaciones más orgánicas y libres de Chen Zhen, uno de los creadores chinos más influyentes. Una de ellas es un Buda boca abajo, que simboliza la mezquina relación entre la naturaleza, la tradición taoísta y la proliferación del consumismo en Asia.

Que en el templo pagano del Guggenheim haya alumbrado esta iluminadora retrospectiva de la disidencia china sirve al menos para leer el mundo desde una orilla que reniega de la obscena globalización que vivimos. Orilla que invita a contemplar las obras con la curiosidad de un niño que se resiste a olvidar las páginas oscuras de la historia actual. (I)  

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