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El Telégrafo
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Las curvas de titanio de la pinacoteca fueron diseñadas por Frank O. Gehry

El Guggenheim cambió la vida de Bilbao

Bilbao fue premiada en 2004 por su proyecto de transformación urbana entre competidores como Seúl, Alejandría o Hamburgo. Foto: Tomada de Flickr.
Bilbao fue premiada en 2004 por su proyecto de transformación urbana entre competidores como Seúl, Alejandría o Hamburgo. Foto: Tomada de Flickr.
11 de mayo de 2015 - 00:00 - Gorka Castillo. Correponsal en España

La casualidad detuvo la retórica poética de Bertold Brecht en la ciudad vasca de Bilbao, en el norte de España, cuando trataba de concluir la letra del cabaret ‘Happy end’. El compositor Kurt Weill le puso música y nació el tema ‘Bilbao song’ para que Marianne Faithfull lo cantara una octava por debajo de la escala tónica llorando como una condenada: “Podías obtener placer y ruido por un dólar en Bilbao. En la pista de baile crecía el pasto y, a través del techo, se veía la luna verde”.

Suena bien la versión de Faithfull, salvo por un detalle: el color de la luna no es verde, sino plateado. El matiz metalizado del Museo Guggenheim ha revolucionado la fisonomía urbana de una ciudad, que en 1997 parecía el reino de Mordor, siempre envuelta en una sucia nube industrial. Una muestra de su crédito es que los selectos organizadores de la Bienal de Venecia, uno de los más prestigiosos escaparates de la arquitectura mundial, premiaron a Bilbao en 2004 como el mejor proyecto de transformación urbana del mundo. Junto a la capital vizcaína competían una veintena de candidatas como Seúl, Alejandría, Hamburgo, Shanghái y Génova.

“Casi nos caemos de espalda de la sorpresa. Fue extraordinario para la ciudad y un estímulo para el consenso que ha presidido todas las decisiones”, aseguraba un alborozado alcalde Iñaki Azkuna, fallecido el pasado año.

Enclavada a un centenar de kilómetros de la frontera con Francia, Bilbao siempre fue una urbe determinada por una industria brutal. Gigantes telúricos que durante décadas crecieron en las orillas de una ría navegable como el Nervión donde miles de obreros trabajaban de sol a sol. En 1980, la vida fundía el hierro. Representaba el futuro. Su declive es más difícil de contar. Quizá la competencia de centros de producción más baratos como el asiático; quizá el no haber afrontado una renovación a tiempo. O puede que fuera la suma de los dos pero de aquella pujante industria ya no queda nada. El Museo Guggenheim fue la salvación.

“Recuerdo aquellos días grises de Bilbao en los que el museo Guggenheim era un esqueleto de hierros entrelazados”, recuerda Juan Pedro García, un veterano taxista que no olvida cuando esta ciudad era uno de los principales centros económicos de España. “La gente venía a hacer negocios, dejaban su buen dinero y se iban en 2 días. Todo se hacía deprisa porque era muy fea”, dice García mientras observa las curvas imposibles de titanio que el arquitecto Frank Gehry dibujó para la pinacoteca más revolucionaria que jamás se ha construido en el planeta.

Aquel museo rompió la monotonía paisajística del Bilbao industrial pero también iluminó su fatigada imaginación proletaria. El hierro inflexible cedía ante el titanio complaciente y la oscura ciudad, la que todo el mundo conocía como fiera y sucia, comenzaba a aparecer en los mapas como un parque deslumbrante y luminoso. Hay que reconocer la persuasión de la escultura de Frank Gehry para todo lo que ha venido después.

Hoy, la ría del Nervión solo saca una radiografía de plata de toda esta zona. Del rascacielos de cristal diseñado por el argentino César Pelli, de las 57 hectáreas de tierra desindustrializada donde la urbanista iraquí Zaha Hadid realiza la última y definitiva cirugía a una ciudad herrumbrosa. Se han construido paseos donde antes se construían barcos, zonas de esparcimiento para el público entre obras de Chillida, Dalí, Bourgeois, Lüpertz y Tucker. Es ‘El jardín de la memoria’, bautizado así ante la compleja fusión del antiguo esplendor de la industria naval y el renacimiento de un nuevo poder cultural encastillado entre la pared de titanio del Guggenheim y la quilla ocre del barco invertido que simboliza la arquitectura del Palacio de Congresos de Euskalduna.

‘La sinergia del parque es total’, apuntan a EL TELÉGRAFO desde Bilbao Ría 2000, la sociedad que ha obrado el milagro urbanístico sin corruptelas, un modelo del consenso público y privado en la tierra del desencuentro. Pero con el Museo Guggenheim también aterrizó el debate sobre su función real. El escritor John Berger dice que el arte, como la literatura, parece cada vez más una cuestión de entretenimiento para el aburrimiento del alma. El MOMA, por ejemplo, jamás expondría motocicletas. El Guggenheim, sí. Pero hay que reconocer que una colección de vestidos de Armani, como el que se expuso hace dos años, tiene un efecto de atracción popular irresistible pero, ¿es arte? Es indudable que 18 años de convivencia con esta joya arquitectónica ha cambiado la vida de un pueblo.

La creación de riqueza ha supuesto para la ciudad una generación de PIB de 1.572 millones de euros, lo que supone unos ingresos adicionales para el fisco de casi 260 millones de euros anuales mientras contribuye al sostenimiento de 4.355 nuevos empleos. Tiene mérito sacarle rendimiento a un escenario que se alimenta de luz como una lámpara maravillosa. Como en La metamorfosis de Franz Kafka, a Bilbao le ha crecido un caparazón resistente y unas patas que le llevan hacia un futuro indescifrable. “Hoy que es primavera, la miro y pienso: si esta ciudad no hubiera cambiado tanto, qué desolación”, concluye Juan Pedro García, el taxista jubilado. (I)

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