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Alicia Ortega Caicedo, Ph.D en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Pittsburgh y docente de la Universidad Andina Simón Bolívar

“Decir que Jorge Icaza hace un realismo chato es injusto”

“Decir que Jorge Icaza hace un realismo chato es injusto”
Foto: Carina Acosta / EL TELÉGRAFO
22 de marzo de 2018 - 00:00 - Redacción Cultura

Alicia Ortega Caicedo –crítica y docente de literatura– publica Fuga hacia dentro. La novela ecuatoriana en el siglo XX, un trabajo que es el resultado de su tesis de doctorado por la Universidad de Pittsburgh y que coincide con varias de sus lecturas y escrituras -sobre todo de Pablo Palacio y Jorge Icaza- hechas en los últimos 15 años.

En esta obra Ortega repasa novelas de autores clave del siglo XX para reflexionar críticamente sobre el realismo social y la Generación del 30; la vocación de mestizaje en el mundo de las letras; la constitución de la figura del intelectual; y el diálogo entre el escritor-lector que ficciona y, a la vez, hace crítica literaria. 

También trata obras de finales del siglo XX que abordan la homosexualidad, la representación de lo femenino, la migración, el deseo, la ciudad y la tecnología, entre otros tópicos que ahora se los aborda con insistencia.

Algunos de los escritores que la académica indaga formaron parte de la Generación del 30 y, a su vez, hay otros más actuales, como Eliécer Cárdenas, Alicia Yánez Cossío, Jorge Enrique Adoum, Miguel Donoso Pareja, Alejandro Moreano, Jorge Velasco Mackenzie, Javier Vásconez, Javier Ponce, Raúl Vallejo, Natasha Salguero, Carlos Carrión, entre otros más. 

La autora interpela los lugares comunes con lo que se ha leído a Jorge Icaza y cuestiona conceptos como el del síndrome de Falcón, de Leonardo Valencia.

Este libro es una invitación para superar clichés en las lecturas de ciertos autores. ¿Qué prejuicios han sido los más usuales?

Se dice, por ejemplo, que hay que sepultar a Icaza y quemar su obra. Por supuesto que hay que desplazarse y generar una relación –desde la escritura con la tradición– de empatía y ruptura. Pero también me parecía que este abandono de Jorge Icaza y este reconocimiento de manera única de Palacio, era excesivamente dicotómico. Se dice que Icaza hace un realismo chato, menor, y que su  estética se debe superar, pero esa es una lectura injusta que da cuenta que se había dejado de leer a Icaza y a una serie de escritores de la primera mitad del siglo XX. Si uno vuelve a ellos con una mirada no prejuiciosa, te das cuenta de sus rupturas, de sus innovaciones y de un sentido claro de la contemporaneidad.

Y volver a leerlos dentro de sus contextos también...

Se perdió el contexto histórico que, por ejemplo, lo manejan con tanta lucidez Alejandro Moreano y Agustín Cueva. Entonces, claro, yo vuelvo a Huasipungo y me doy cuenta de que allí sí hay denuncia, hay este ánimo de  veracidad, pero en realidad esa es la mirada del escritor que él mismo no ve todo lo que está logrando, porque hay un trabajo con el lenguaje muy vanguardista. El lenguaje de Icaza, que está lleno de incisos, es desbordante, excesivo, y logra quebrar una linealidad del relato y supera de manera muy creativa, digamos, ese realismo que se pretende muy objetivo. En su obra hay un látigo que flagela los cuerpos de los indios como referente real, pero ese látigo también quiebra la escritura. Hay, en Icaza, un trabajo espléndido del manejo de las voces: tan corales, con diálogos, porque él viene del teatro. Hay una escritura, a ratos, minimalista, comprimida, pero la voz del narrador de Icaza, cuando describe situaciones, cosas, es  envolvente, desbordante y propositivamente mal escrita.

En el libro recoge una cita de José de la Cuadra que dice: “La literatura es, ciertamente, un país”. ¿Cuánto pesó en ellos el territorio, la geografía?

Aparece esa idea de trabajar en comunidad, son escritores que se leen unos a otros. José de la Cuadra también decía: vamos a dar cuenta de la geografía del país con otra mirada. Es casi como un reparto: tú atiendes a los cholos, yo al montuvio, tú al negro… Hay como una suerte de vanguardia discursiva no solo en términos literarios, sino, y para usar una jerga más contemporánea, de estudios culturales, del discurso intercultural. Hay un movimiento de esos cuerpos como escritores que salen de la ciudad. Hoy se dice mucho que hay que saltar los muros de la academia a la calle, pero ellos ya lo hacían porque eran abogados, políticos, etnógrafos. Se iban a las islas, los montes o las haciendas a recoger esas palabras. Trabajaban desde allí sus escrituras. No diremos que es una escritura ni negra ni montuvia, pero sí una que propositivamente quiere desacralizar, romper la estética modernista, esa idea de que el escritor es una persona aislada, encerrada en una caja de cristal. Ellos tenían la idea de que hay que ensuciar el cuerpo, hay que bajar la literatura a ras de la tierra, hay que contaminar la escritura.

Incluso hay como un discurso ecológico en sus narrativas...

Toda esta idea de descolonizar la geografía ellos la tenían muy clara. De la Cuadra tenía absoluta conciencia del trabajo que estaba haciendo con la naturaleza, el paisaje y la geografía. Ahí sí es muy rupturista respecto a una mirada decimonónica e, incluso, de inicios del siglo XX sobre una naturaleza que era vista de forma romántica. En estos autores se halla una ruptura de las valencias tradicionales entre civilización y barbarie. La naturaleza no es el lugar de la barbarie ni la ciudad de la civilización, sino que de la ciudad llega el mal hacia la naturaleza: los gendarmes, la policía, los caucheros o el capitalista generan daños y la naturaleza reacciona. Ahí se produce esta sensibilidad que podríamos llamar “ecológica”. Solo hay que  leer Don Goyo, de Demetrio Aguilera Malta.

Y aun cuando descentran la mirada sobre la geografía, se los tilda de “localistas”.

Fíjate que hasta el día de hoy uno no deja de escuchar  frases como que “la literatura ecuatoriana es excesivamente local” y se insiste en esta idea de desprovincializarla, o universalizarla, hacerla más cosmopolita. Me parece que eso es como confundir el lugar de enunciación con el enunciado. El hecho de que una trama anecdótica  suceda en un escenario europeo, por ejemplo, no la hace cosmopolita para nada.

Es una mirada colonial...

Absolutamente. Y bueno, esto lo plantea Alejandro Moreano, que para mí ha sido un magisterio muy importante: Cervantes, Joyce y Faulknear, ¿de qué hablaban? Hablaban desde sus propias comarcas, pero tuvieron mucha resonancia. De la Cuadra decía que siendo más regional se es más universal. Pero claro, lo interesante es qué provee a un texto de resonancias. Por eso el título del libro es “Fuga hacia dentro”: es la posibilidad de pensar, de problematizar ese trabajo con la lengua, con los cuerpos, con los territorios desde la propia comarca. Desde ahí me interesaba ver a escritores en diferentes generaciones y momentos. 

La idea del compromiso está muy presente en las novelas que seleccionó. ¿Por qué?

Las novelas que elegí me llevaron a identificar un motivo que se ha ido repitiendo y que parecía olvidado, pero luego resurge, y es esta búsqueda desesperada de contacto del letrado con el hombre de pueblo. En las obras de la primera mitad del siglo XX hay, a veces, una mala conciencia, una vocación política, un  proyecto revolucionario desde la esperanza y la ilusión. Luego, más a finales del siglo XX, hay esta atmósfera del fracaso, del cinismo, del fin de los grandes relatos, del desencanto.  Las novelas me llevaron a reconocer este motivo que me permitía generar un hilo conductor.

En la obra cuestiona el síndrome de Falcón. ¿Por qué se concentró ese concepto?

Es tan esencial que le da el título al libro. Vuelvo sobre el debate del síndrome del Falcón porque no coincido en la manera cómo está planteado. Por supuesto que estoy muy de acuerdo con la lectura que Leonardo hace de Palacio, pero no tanto con la invitación a renunciar a  otras estéticas. (I) 

Crítica 

Fuga hacia dentro

La obra fue publicada por la Universidad Andina Simón Bolívar y el sello argentino Corregidor.  

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