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Ecuador, 28 de Marzo de 2024
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Ecuador Insular: 11:34
El Telégrafo
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La rockera que vendía hamburguesas

La última vez que había estado en un bar punk iba a cerrar sus puertas indefinidamente. Los vecinos del Cerro Santa Ana, una de las localidades de este bar errante, se quejaban del ruido, de los muchachos vestidos de negro que además llevaban el cabello en corte mohicano —rapado a los lados y con una cresta en puntas desde el centro—. En cada concierto llamaban a la Policía.

Querían salvaguardar la tranquilidad de una salsoteca en la que ningún desconocido entra. En ciudades conservadoras como Guayaquil, la ropa y los peinados sirven de referencia para hacer prejuicios. El bar se mudó a otro lado, a la Zona Rosa, entre casas a punto de ser demolidas y promotores de bebidas baratas, pero no ha vuelto a ser lo mismo.

El punk y el rock en Guayaquil, la primera ciudad que los escuchó en el país, tienen que sobrevivir en la periferia porque lo comercial lo copa todo y así nadie se queja. Los sitios que se venden como rockeros están empapelados de fanáticos de fútbol.

La buena música siempre será fácilmente reemplazada por un partido. Así no hay cómo. Con la idea de que los bares de rock y punk han muerto me paré en una esquina de Riobamba, la ciudad en la que en cambio nació el Ecuador, para preguntar por algún barcito de rock en el que se pueda sobrellevar el frío con canelazo y buena música.

Una señora con lentes de botella y mandil de cocinera, preparaba la carne de las hamburguesas de su carreta de comidas y se lanzó a comentar: “Aquí hay dos bares bien conocidos, el Heart Rock Bar, que está bien para escuchar música y tomar unos traguitos mientras se conversa bonito; el otro sí es un antro y hay que andarse con cuidado por lo denso; queda más arriba, el Búnker”.

Elegí el segundo porque esperaba que un lugar que lleva el nombre de un refugio de guerra para escuchar rock y punk en una ciudad que pensó su diseño de tránsito de acuerdo con la ubicación de las iglesias de la religión que dominó a sus antepasados, debe tener algo que contar. Cuando llegué al Búnker no había letreros, tan solo un muchachito vestido de negro que cobraba la entrada. Las sillas estaban hechas con restos de llantas y unos almohadones de estrellas de rock.

Las luces eran rojas, la cerveza barata y la gente esperaba que iniciara un homenaje a Soda Stereo. Tan denso no era. Los bares de rock han muerto. (O)

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