En el Muelle del Pescador, ubicado sobre la calle Charles Darwin, en Santa Cruz (Puerto Ayora), Galápagos, es todo un espectáculo observar cuando los pescadores desembarcan el pescado y allí, apostados, están los “comensales”: lobos marinos y pelícanos que esperan por el tripaje de este producto del mar. Parecen perros o gatos, son mansos aunque no se los puede tocar.
Los turistas nacionales y extranjeros observan maravillados esta escena, la cual plasman en video y fotografías; las selfies no se hacen esperar. Cada vez llegan más de estas aves y también lobos marinos. Pese a que un letrero indica que está prohibido alimentarlos, los pescadores les dan lo que no venden y ellos aguardan por el banquete. En ese escenario está un pelícano cabizbajo, en cuya garganta se nota un gran trozo de algo que no puede tragar; está atorado, trata de regurgitar pero no puede.
Una y otra vez hace el intento, pero falla. Ante la angustiosa escena, reporto al Parque Nacional Galápagos sobre el sufrimiento del animal. Me informan que cuando es algo natural no intervienen; lo hacen cuando están heridos con la hélice de un barco o enredados con fundas plásticas. Mi angustia aumenta, hasta que por fin me indican que han avisado a la Red de Respuesta Rápida del Parque.
Después de un momento llega una joven de mediana estatura. Ve al animal, lo agarra por el largo pico y me pide ayuda para que lo sostenga y ella pueda intervenir. Lo sostengo por sus amplias alas y ella introduce su mano y antebrazo en el pico del ave hasta llegar a su saco gular (donde captura a sus presas). De adentro saca una funda plástica con un pedazo de pescado. “Este se iba a morir con esto”, dice la joven.
Entonces me alegro pues mi instinto no me ha traicionado y he reaccionado a tiempo, ante la impávida actitud de otras personas que solo pasaron y hasta rieron al ver al pelícano atorado. Este fue, sin duda, un gran día tanto para mí como para el ave, que luego del susto siguió buscando qué comer. (I)