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Ecuador, 29 de Marzo de 2024
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El Telégrafo
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El parque y las calles recibieron a José durante el Año Nuevo

El ensordecedor ruido de la bocina de un automóvil interrumpió el profundo sueño de José, la tarde del 1 de enero. El muchacho, quizá de unos 14 años de edad, se había refugiado desde la mañana en uno de los bancos del parque Centenario, en el centro de Guayaquil, para descansar. Allí se quedó dormido durante horas.

Del letargo pasó súbitamente a un movimiento frenético y nervioso. Revisó a su alrededor y con alivio se percató de que al costado tenía su fuente de trabajo y sustento: una funda de caramelos. Le tomó unos segundos recuperarse de la momentánea desorientación; se puso en pie, se estiró cual gato en el tejado y bostezó con más fuerza que desgano.

Eran las tres de la tarde, el cielo de Guayaquil estaba algo nublado pero no amenazaba lluvia, así que debía aprovechar el momento para ofrecer sus productos. Aunque a esa hora y por tratarse de Año Nuevo, casi nadie paseaba por el lugar.

Caminó hasta salir del parque, por la calle Santa Elena, con dirección al bulevar. Los pocos transeúntes ni se fijaban en su presencia, pero José tenía un propósito: vender la mayor cantidad de golosinas para llevar unos cuantos dólares a su casa. Al preguntársele por qué mejor no se retiraba y descansaba con su familia, la respuesta fue lacónica y directa: “En la casa no tenemos para la ‘jama’. A las seis de la tarde espero terminar”.

Así lo explicó con un marcado acento de la característica jerga guayaquileña. Tal vez no fue el único. Como él, otros chicos, adultos, mujeres o ancianos recibieron el nuevo año en la calle, trabajando en la consabida informalidad de todo vendedor ambulante.

Una imagen tan común y habitual que ya forma parte del paisaje de la urbe porteña y que, en ocasiones, trata de ser invisibilizada.
José ofrece sus caramelos: 5 por $ 0,25. Al extenderle la moneda, solo dice: Dios le pague, jefecito, y se aleja con dirección al malecón. (I)

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