El tráfico se vuelve más lento cuando los vehículos se aproximan al Teatro Chaoyang, en Pekín (China).

Hasta allí diariamente llegan buses llenos de extranjeros.

Los colores morados y amarillos predominan en una sala amplia. Antes de que empiece la función, mujeres de edad mediana se acercan a los puestos y sigilosamente ofrecen, en vez de maní o canguil, cerveza fresca por $ 5. Los “gringos” son su público cautivo.

La voz del anfitrión anuncia la salida de las estrellas del espectáculo.

Las luces de la tarima se prenden y las del público se apagan. El telón se alza y tres pantallas planas verticales, de 10 metros de alto y cinco de ancho, se aproximan. 

En ellas, de alta definición, se proyectan llamas y luego surge la fachada del castillo de un emperador, que permanece sentado en un trono. Frente a él, mujeres delgadas y de estatura mediana se acuestan en el piso y hacen girar sobre las plantas de los pies, cual disco chino, un paraguas. Luego dos, tres, cuatro y cinco sin que caigan.

Luego los hombres ponen aros metálicos de distintos tamaños y uno sobre otros. Los artistas, ataviados con mallas negras, corren, se lanzan y cruzan por el medio de las circunferencias sin tocarlas (no usan animales en las presentaciones). Aumentan la dificultad haciendo dos filas de anillos y las atraviesan con piruetas.

Siete chicas retornan y hacen una coreografía, mientras lanzan conos por los aires y los hacen rebotar con piolas.

Al final de la hora de espectáculo la intensidad aumenta y en un acto habitual en circo latino un motorizado ingresa a una burbuja metálica y maneja por el interior a velocidad. La diferencia radica en que aquí hay seis personas corriendo los vehículos en espacio reducido. Algunos extranjeros cierran los ojos. El espectáculo termina sin novedades. Los acróbatas son aplaudidos y, para que se lleven un recuerdo de ellos, a la salida se retratan con los turistas, mientras les venden un CD con su show. (I)