Es martes 25 de diciembre de 2018. Estamos decididos a disfrutar de la naturaleza a lo largo de la carretera, de aproximadamente 100 kilómetros, entre Playas y Guayaquil. Placer visual que no acostumbramos, porque damos por descontado todo lo que tenemos.

Lo primero que impacta son los gigantes ceibos, con sus ramas torneadas, unas más hinchadas que otras. En estos días, sin embargo, los ceibos están opacados por la belleza de los árboles de guayacán florecidos, con su frondosidad completamente amarilla. No es uno, dos o tres, son miles, unos dispersos, otros reunidos en cientos, forman una manta.

La reflexión sobre lo maravilloso del espectáculo se inclina en ¿Por qué no vendemos esta vista espectacular a los turistas, para que avancen hasta el mar de Playas y otros sitios del golfo y allí esperarlos con nuestros platos típicos?

De repente, el deleite del paisaje amarillo se opaca, miramos  al suelo que golpea duramente: los desechos, la basura, tarrinas de plástico, de plumafón dejadas ahí por quienes se olvidaron de comer en un sitio apropiado. Desde  las ventanas de los vehículos públicos y privados vuelan los desperdicios, sin el menor sentimiento de culpabilidad. Agreden a la naturaleza, nos agreden a todos.

Al manejar despacio se puede ver también la impactante imagen de un cobrador de bus con una bolsa de basura en sus manos lanzándola violentamente hacia la maleza del costado de la carretera, parece algo normal, no tiene escrúpulos.

Igualmente, en más de un caso, desde los vehículos particulares, padres e hijos, lanzan desechos, sin mirar siquiera dónde caen El intenso amarillo de las flores de los guayacanes, que reventaron con la llegada de las lluvias al litoral, deja ver toda la basura, que cuando la maleza está seca, gris, aparentemente muerta, pasa desapercibida.

Las campañas y sanciones para quienes no respetan la naturaleza deben ser permanentes. (O)