Juan Manosalvas pedalea una vieja bicicleta Chopper amarilla de 1980 por avenida Carlos Julio Arosemena, en el norte de Guayaquil. Mientras avanza por un costado de la vía, hace sonar incesantemente una bocina de caucho, cuyo estridente sonido llama la atención de quienes pasan cerca de él.

“A un lado que va a pasar Richard Carapaz”, dice mientras los transeúntes paran al observarlo y los carros se detienen para darle paso. “Soy una locomotora, pero guayaca”, dice unos metros más adelante mientras espera que el semáforo cambie a luz verde. Antes de seguir, se seca el sudor de la frente con un pedazo de franela roja.   

En la parte de atrás de la bicicleta, en una parrilla improvisada, Juan lleva una canasta de panadero, cuyo contenido está cubierto con un plástico transparente. Cuando la luz del semáforo cambia a verde intenta arrancar, pero el llamado de un transeúnte hace que cambie inmediatamente de rumbo.    

Se detiene sobre la vereda, pone su pie derecho sobre el asfalto y el otro queda suspendido en la montura de la bicicleta. Gira el torso y destapa la canasta que lo acompaña. Del interior sale un olor popular: Juan lleva más de 50 pasteles de chorizo, carne y pollo recién sacados del horno para venderlos al pie de una fábrica en la Vía a Daule.

“Estos son los pasteles que come Carapaz en Italia”, dice con una seriedad que convence. ”Antes de viajar se llevó un cartón lleno de pasteles, le gustan los de pollo”, continúa Juan mientras su cliente ocasional sonríe con gestos de incredulidad y pide que le despache cuatro de carne con salsa de aguacate para llevar.

Es su primera venta. Recibe el dinero, se persigna, besa las dos monedas de un dólar que recibe y mira al cielo. Después del ritual, cierra la canasta con el plástico transparente y vuelve a subirse a la bicicleta. Entonces empieza a pedalear. “Ahora sí, se va Richard Carapaz”, dice mientras se pierde en un mar de vehículos. (I)