Me impacté con la escultura cuando vi las obras de Auguste Rodin en el museo que lleva su mismo nombre, en el Hotel Biron, en París. Me pareció que El Pensador, que nació como un homenaje al escritor italiano Dante Alighieri, autor de la Divina Comedia, era casi real.

Lo mismo pensé con El Beso, que demoró 10 años en terminar, dedicado inicialmente a Paolo y Francesca, los dos personajes del libro principal de Alighieri. Pero me gustó más el trabajo de Camille Claudel, la compañera del genio de la escultura moderna y al mismo tiempo su colega.

Su obra La edad madura, que también se exhibe en el Museo Rodin, es parte de su trágica historia con él y representa a una pareja y a una mujer arrodillada que suplica que no la abandonen. Llegué a Claudel a través de la biografía de ella, escrita por la francesa Anne Delbée. Claudel fue su modelo, musa y obrera que permaneció silenciosa y detrás de él. Hizo todo para no opacar la genialidad del maestro.

Pero, al final, él la abandonó por otra mujer y Claudel terminó en la pobreza y encerrada en un manicomio durante 30 años. Esa lectura me conmovió. Hace años que esta escultora fue reivindicada con su propia historia. Pero la escultura me “pegó” muy fuerte desde cuando era adolescente y visité Roma por primera vez. Allí no dejé de maravillarme al ver el Moisés, de Miguel Ángel, que estaba en la Basílica de San Pietro in Vinculi de la capital italiana.

Esa visión me ha acompañado a lo largo de estos años y no he podido olvidarla. El mármol, frío, esculpido con perfección, se transformó en el padre espiritual del pueblo judío, con grandes venas, casi azuladas en sus brazos anchos y musculosos, y en sus piernas. Me impresionaron algunos detalles del gigante: los pliegues de su túnica, los libros de la Biblia bajo su brazo, los dos cuernos sobre su cabeza y un diminuto rostro en su barba, larga y ondulada.

¡Era tan real! No pude imaginar cómo Miguel Ángel logró transformar la piedra en vida. (I)