”Dele suave maestro, que sí hay espacio”, dice Tarquino Herrera al conductor de una camioneta Datsun de 1977 que arriba con un féretro al Cementerio del Suburbio Ángel María Canals. El hombre de 75 años tiene 30 cuidando carros. Algunas veces ayuda a cargar al difunto y los familiares le regalan entre 1 y 5 dólares.

Cuenta que a partir de las 15:00, de lunes a domingo, al camposanto arriban familiares y amigos a despedir a sus difuntos. “He visto momentos dolorosos e instantes en donde al ataúd lo acompañan máximo 10 personas”.

Yolanda Piguave, en cambio, tiene un puesto de salchipapas en el mismo lugar. Ella trabaja ahí desde hace 17 años. Dice que en las tardes vende cerca de $ 10 y que el mayor número de personas arriban a las 17:00, cuando empiezan los sepelios.

Piguave dice que alguna vez vio cómo un ataúd ingresaba en hombros de 4 mujeres. “Pensé que eran familiares, pero se trataba de las convivientes del difunto. No se llevaban entre ellas, pero ese día caminaban con el cadáver al hombro sin discutir”. La mujer de 57 años recordó además que hace 10 años el lugar era muy peligroso y que en algunos sepelios hubo balaceras entre pandillas.

“El sector es mucho más tranquilo desde que existe una Unidad de Policía Comunitaria cerca del cementerio”.

Patricia Chalén, en cambio, vende flores. Se dedica a esta actividad hace 18 años y ha presenciado decenas de circunstancias.

“Un día, un grupo de personas esperaba la llegada del féretro de un vecino. Cuando arribaron con el ataúd, vieron a un familiar del difunto. Se sumaron al grupo. Lloraron por el muerto y cuando ya lo iban a sepultar y abrieron la caja se dieron cuenta de que no era el vecino. El familiar también se había confundido”. Eso generó risas en medio del sepelio.

Herrera, Piguave y Chalén aseguran que jamás han visto algo raro dentro de camposanto. Ellos solo han visto situaciones tristes y jocosas. (I)