Una caja roja de grandes dimensiones aparece a un costado de la Plaza Calderón de Cuenca, en una mañana soleada en la que los transeúntes, indiferentes, apuran el paso para escapar del fastidioso calor serrano y llegar a tiempo a sus trabajos.

Voluntarios de la Bienal de Cuenca vestidos con camisetas blancas se acercan con cautela a esa caja que mide 1.50 m² y la abren desde dos de sus extremos laterales, dejando escapar una larga tela roja que se desprende de su centro mientras el sonido de unos cascabeles irrumpe en esa extraña escena.

Los voluntarios empiezan a desenvolver la tela que mide unos 50 metros de largo y se ubican debajo de ella, moviéndose al compás de los cascabeles y de unos músicos callejeros que se suman a esa actividad que empieza a tomar la forma de una fiesta.

Los transeúntes se detienen para preguntar lo que pasa y, de a poco, se van integrando a la larga hilera de personas que mueven con alegría esa tripa roja que los ha hermanado, que ha sido capaz de convocar a desconocidos para que ejecuten movimientos compartidos y se diviertan.

Aquella sencilla acción se denomina La caja del cachicamo, una performance hecha hace 40 años por el fallecido artista venezolano Diego Barboza, figura fundamental en los orígenes del conceptualismo en América Latina.

Sus pioneras propuestas transitaron por el arte de la acción, el arte correo y el arte como idea. Muy temprano, en la década del 70, Barboza empezó a desarrollar acciones como la que se desplegó en Cuenca y que implicaban un trabajo comunitario.

La caja del cachicamo, que significa armadillo, está pensada como un dispositivo festivo –”un motivador”, como decía Barboza– para generar una acción colectiva que no tiene guion, pero sí una espontaneidad única que invita a los participantes a sumergirse en una experiencia que deriva en el juego, en lo absurdo, en la risa, en la apropiación del espacio público que cada vez es más vulnerado y restringido. (I)