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Ser un obrero todólogo no garantiza un “cachuelo” en estos días

El sector de la calle Rumichaca, en el centro de Guayaquil, lleva décadas recibiendo a personas sin empleo que saben de oficios, pero que no tienen un trabajo fijo.
El sector de la calle Rumichaca, en el centro de Guayaquil, lleva décadas recibiendo a personas sin empleo que saben de oficios, pero que no tienen un trabajo fijo.
Foto: Miguel Castro / El Telégrafo
08 de julio de 2018 - 00:00 - Edward Lara Ponce

Los movimientos de una mujer de caderas anchas y cintura estrecha atraen las miradas de los transeúntes (hombres y mujeres) en la esquina de las calles Rumichaca y Luque, en el centro de Guayaquil. Son las 11:30. Todos la miran, excepto Juan Guevara, quien a 5 metros de la venezolana que vende jugos solo distingue un gran bulto.

A Guevara, de 67 años, la diabetes le arrebató los colores del ojo derecho y con el izquierdo ve mejor solo en días claros. Hoy el cielo está nublado como durante gran parte del verano guayaquileño. El hombre trabaja desde los 15 años como gasfitero en esta zona, en la que se instaló desde finales de los años 60.

Las décadas vividas han teñido su cabello de blanco y el sol sigue bronceando su piel. Sus manos grandes son ásperas y las cicatrices de tantas batallas se pierden en un mar de pecas y lunares.

Juan Guevara no tiene obligación laboral con empresa o persona alguna, no marca tarjeta ni registra la huella de su dedo en ningún dispositivo de control, pero los 7 días de la semana llega puntual a las 09:00 al sitio  donde otros 11 plomeros le hacen competencia.  

Cada mañana sale de su casa con el objetivo de conseguir, al  menos, un “cachuelo” (trabajo rápido), pero así como están las cosas él mismo reconoce que es una misión imposible.

Con mayor solvencia que los analistas económicos de pantalla, Guevara relata que la demanda laboral está floja y se queja por la proliferación de la mano de obra barata extranjera por los mismos servicios que él oferta en varios sectores de la ciudad. Con suerte, el obrero gana en promedio $ 60 semanales.

El hombre de contextura delgada y unos cuantos dientes menos, se limpia las manos y acomoda unos cartones sobre un cajón de latillas en el que espera sentado que llegue un cliente.  

La escasa clientela pregunta y compara los precios de los “maestros”, quienes arguyen en voz baja, aunque en la mayoría de casos acceden a lo que “sale”. Para sobrevivir en este ambiente, todos han desarrollado a la perfección la cualidad de la paciencia. “Es la única que lleva al cielo”, dice uno de ellos.

Desde hace años, los “cachuelos” no se negocian sino que se renegocian: los jornaleros piden $30, pero les pagan entre $10 y $15. Ante la necesidad o la discriminación por la edad (viejo) aceptan lo que caiga, según el mismo Guevara. “Los que peor pagan son los chinos, ellos quieren que luego del arreglo hasta les saquen la basura”, reflexiona cargado de prejuicio, mientras un bus lo envuelve en una nube de humo negro.

A su izquierda, un electricista destaca del resto. Con una máquina (al puro estilo MacGyver, amo de todos los oficios) hace una llave para puerta mientras la competencia observa con desdén la buena fortuna ajena.

Guevara masculla la “acción desleal”: “Esta es la verdadera vida, la que nadie quiere, pero la que a muchos nos toca lidiar”.

Ya son las 12:30. El hombre se alista para comer. Saca de una funda plástica negra un pan y de una botella bebe agua. Una gran sonrisa nace en su delgado rostro y las arrugas se vuelven aún más pronunciadas. Sonríe porque recuerda que su compañera de vida le regaló una porción de “calentado” y eso llenará hoy su estómago.

Aquí las dietas son obligadas. Los días pasan con desayunos y sin almuerzos, o almuerzos sin desayunos o “mejor dicho, se come lo que hay”.

Los jornaleros guardan sus equipos y herramientas de trabajo en una garita de la zona que les cobra $ 2 semanales. Es costoso, pero es mejor que cargar más de $ 100 en valor de los implementos y 35 libras de peso. En el caso de Juan Guevara en más de una ocasión por su ceguera ha tomado mal el bus y luego ha tenido que llevar todo ese peso sobre su espalda.

Guevara vive en el barrio de las “avas” (23ª y Sedalana). Comparte casa con su hijo, un aprendiz de panificador, y su nuera, ama de casa. Su otra hija vive en Chile.

En los últimos cuatro años ha visto a sus nietos solo dos veces, de manera que apenas recuerda sus caras.

Los obreros hacen amistades y gastan el tiempo jugando a las cartas, sin apuestas de dinero. Los obreros hacen amistades y gastan el tiempo jugando a las cartas, sin apuestas de dinero. Foto: Miguel Castro / El Telégrafo

Los todólogos están en todas partes del centro de la ciudad

En el centro de Guayaquil abundan los que sí saben de oficios y los expertos en absolutamente todo (todólogos), quienes esperan sentados por el milagro en sus “puestos fijos”. Mientras otros recorren las calles ofreciendo sus habilidades.

El agitado comercio de la zona atrae otros oficios, como la prostitución, la cual es conocida por todos, aunque se esconde entre pilares y portales de las calles 6 de Marzo y Luque. Aquí dos pensiones y dos hoteles están siempre ocupados con las visitas de amantes ocasionales.

Sobre la calle Aguirre, los carros pasan a velocidad controlada, no por agentes de la Autoridad de Tránsito Municipal (ATM), sino porque algunos conductores inadaptados aparcan hasta en doble columna para comprar pinturas, brochas, empastes y demás artículos de la zona.

En la esquina de las calles Aguirre y Pedro Moncayo, un hombre de aspecto menudo, nariz ancha y ojos achinados urge de ayuda en su carreta.

El hombre vende hamburguesas para el almuerzo: pan, carne, cebolla, tomate, salsa de tomate, mayonesa y jugo de perro caliente, todo a $ 1 y a $ 1,50. Los empastadores o pintores que trabajan en la zona se apegan al sitio como abejas, mientras los más “chiros” comparten el gasto.  

Radio Cristal, la “agencia”de empleo desde 1960

A solo tres calles del puesto de hamburguesas con jugo de perro caliente está la “agencia” busca empleo más grande de Guayaquil. Este es un sitio que por décadas ha servido a los obreros guayaquileños: Radio Cristal.

Aquí nació el “Desayúnese con las noticias” de Armando Romero Rodas (+), y cantaron Julio Jaramillo, Daniel Santos (+) y otros artistas. Ahora son las 13:30 y un auto azul se parquea muy cerca de la emisora que registra actividad desde los años 60, pero no pasa nada.

“Llegó la señora de la comida”, grita un compañero de acera de Antonio Zambrano. El menú del día es sopa de queso con fideos acompañada de arroz, carne y menestra de lentejas, y jugo, todo a $ 1.

El hombre de canas tupidas explica la razón de la ganga gastronómica: la proveedora no logró vender todos los platos a los trabajadores de “pelucolandia”, las urbanizaciones de la vía a Samborondón.

Zambrano mira el paso de las tarrinas de una libra y media, suspira y traga saliva. Hoy no hubo “cachuelo” y tampoco comida, pero espera que el pastelero no llegue tarde a la zona.

Pasa media hora y el hambre carcome. Un hombre afroecuatoriano divide en tres porciones un bollo de pescado y lo comparte, una porción es para Zambrano.

Gustavo Xavier Raymundi Costa, de 52 años, no pierde la esperanza de que un carro se le acerque. Un bailejo, varios pedazos de lija, unas brochas y otras herramientas delatan su profesión.

Raymundi se sienta en el mismo sitio desde hace 20 años, cuando un amigo lo invitó a “cachuelear”. De esa experiencia aprendió que, siendo contratista, se gana más dinero, por eso se preparó e ingresó desde 2010 a la Red Socio Empleo que creó el Gobierno a través del Ministerio de Trabajo en 2009.

Esta “agencia” funciona incluso los sábados, hasta las 17:00. El horario a veces se extiende hasta las 19:00, aunque esto sucede solo si Navidad o Año Nuevo están cerca.

Raymundi reside en la 13ª y Maldonado, suburbio de Guayaquil. Aquí monta un “centro de operaciones” cuando los “cachuelos” son grandes: algunos de los cuales se generan en la Alborada, zona que también agrupa a obreros desempleados en busca de trabajo.

El ambiente fresco de tarde de verano se torna tenso para los presentes, no les ha caído ningún trabajito; el abuso de pitos de los carros (en su mayoría taxistas informales en busca de carrera) aumenta el mal humor de algunos hombres y mujeres, que se lanzan ante cualquier extraño que consideran un potencial contratista.

Las cuatro esquinas de la radio están copadas; los bajos de la radio están saturados y en los alrededores unos pocos emprendimientos florecen mientras un grupo de 5 jornaleros “matan” el resto de la tarde con un cuarentazo. Mientras tanto, Henry Jaramillo franelea el carro híbrido del dueño de un negocio de venta de repuestos.  

Este esmeraldeño vive hace 30 años en Guayaquil y ya perdió su acento nativo, adoptó la “sabroshura” del “guayaquileñosh”.  El “jefe” se va y el hombre cuenta que además de lavarle y cuidarle el carro es su “guardaespaldas”; lo cuida con las técnicas que aprendió en la Policía Nacional como brigadista comunitario de estacionamiento de vehículos. Por toda esa tarea Jaramillo recibe $ 5 al final de la jornada.

El sol se ocultó completamente. Molesto, tal vez por el día gris o por no haber ganado un dólar para los “jugos”, José Carpio revuelve los destornilladores, alicate, pinzas, comprobador de energía, cables y cinta aislante. Parece también que trata de hacer público que su oficio es la electricidad.

Este lojano subido de peso, viste su camiseta de cuello crema como que fuera una licra ajustada, mira el reloj negro de plástico y nota que ya son casi las 16:00. Es hora de regresar a casa en Monte Sinaí, zona marginada del norte de Guayaquil, donde en los primeros días de las invasiones no necesitó salir para encontrar trabajo, pues abundaba por las nuevas construcciones.

Las instalaciones eléctricas dentro y fuera de las casas eran su especialidad: trepaba postes y colocaba cables clandestinos por encima de los techos. Ahora, con el peso de los años, prefiere trabajos de menos altura y se queda laborando en tierra.

De su mochila raída saca un bailejo, pues también hace de todólogo, algo que no gusta a sus compañeros de acera, que de repente corren al ver una camioneta. Pasa menos de un minuto y regresan cabizbajos, retoman sus puestos y vuelven a la rutina de la espera. Así termina el día donde los portales y veredas seguirán siendo testigos mudos del hambre y la necesidad de obreros. (I)

Las mejores fechas para los trabajadores informales son Navidad y fin de año, tiempo en el que pueden ganar más de $ 60 semanales.Las mejores fechas para los trabajadores informales son Navidad y fin de año, tiempo en el que pueden ganar más de $ 60 semanales. Foto: Miguel Castro / El Telégrafo

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