Rocky es un perro mestizo. Sus rasgos  (pelaje negro y corto, orejas caídas y unas manchas cafés en la parte inferior de su cara y patas) reflejan que uno de sus progenitores era un rottweiler. Hace tres meses, el can fue adoptado en una feria de mascotas, y, desde entonces, es el compañero de trote de Ignacio Arias. El joven diseñador gráfico corre todas las mañanas por el parque La Carolina, en el norte de Quito. Después de ejercitarse por 45 minutos, él y su mascota se dirigen a un espacio exclusivo para perros que hay en el parque. Después de ingresar por una estrecha puerta de madera, Arias le ordena a Rocky que se siente, el can obedece de inmediato y su amo le saca la correa que sujeta su collar azul.

La apariencia fuerte de Rocky no intimida a Luna, una labrador de seis meses. Ella se abalanza hacia él, y, por un momento, su dueña  -Carla Peralta- se muestra preocupada y la llama con fuerza. Luna no es muy obediente y corre junto a Rocky por el parque.

Peralta opta por vigilarla desde lejos y se acerca hasta Arias. “Mi perrija aún es cachorra, aunque se ve grande. ¿Su perro no le atacará si ella le molesta mucho?” le pregunta la joven universitaria a Arias.

El diseñador le asegura que su can es amigable y que no tiene razón para preocuparse. Mientras ambos perros pasean, juegan e interactúan con otros canes (pequeños, medianos y grandes), sus amos también conversan entre ellos.

Habla sobre las características de quienes consideran sus mejores amigos.

Comparten algunas dudas e intercambian números de teléfono, pues Peralta asegura conocer un sitio en el que venden comida de perros por peso, lo cual les resulta más económico.

La conversación tiene una pausa repentina. Arias corre hacia su mascota, pues debe recoger sus desechos. Después de cerca de una hora de paseo, Peralta mira la hora en su reloj e indica que debe irse, pues sus clases inician en una hora.

Coloca la correa sobre Luna y sale del parque. (I)