Eran las 07:00 y a Victoria le habían concedido, desde hace 15 días, reposo absoluto. Su abdomen ahora medía un metro de circunferencia y cargaba tres kilos extra. Andrés estaba por llegar.

Ese día ella subía y bajaba las escaleras de su casa. Iba a preparar el desayuno. Subía a buscar unos papeles y se preparaba para despedir a su esposo, Mario.

No llegaba al pasillo y sintió que algo le caía desde su vientre. El piso estaba mojado. Regresó a ver a su pareja con  preocupación y sorpresa. Mario dejó sus papeles y en cinco minutos ya estaban bajando las escaleras para ir al hospital.

Menos de dos minutos les llevó llegar a la puerta de la calle. “Mamá se rompió la fuente”, le dijeron a la abuela. Gloria, la madre de Mario, solo alzó la mano para despedirse de los tres.

Otro minuto y medio tardó Mario en ayudar a subir a Victoria al auto. Entonces escuchó un grito largo y profundo: “¡viene!”, gritó Victoria sintiendo un dolor que se parecía a un hueso roto.

El hombre se apresuró, metió la llave en el switch, aún no prendía el auto, cuando escuchó otro grito. Victoria había reclinado el asiento y solo alcanzó a poner sus manos entre sus piernas.

Mario regresó la mirada con la llave en su dedo índice. No divisó las manos de Victoria porque el rostro de su hijo había cubierto toda la palma.

Otro grito más y el asiento se llenó de sangre. El pequeño Andrés nació con 3,2 kilos de peso. Mario no dijo nada, se dirigió a casa y al ver a Gloria en el patio susurró “ayuda”. Su madre no comprendía y salió para ver, con amor y preocupación en sus ojos, a su segundo nieto.

La ambulancia tardó más en llegar, que Andrés en sorprender al vecindario. Las dos primeras palabras del historial médico del niño traducen la sorpresa. La enfermera escribió “embarazo explosivo”.

Esa fue la segunda ocasión que Victoria vio las palabras. Hace seis años también lo escribieron en el historial de su hija Viviana. La niña había nacido en el pasillo del hospital. (I)