Lleva un mandil blanco, bien planchado, impoluto y el cabello todavía abundante bien cepillado hacia atrás.

Es lunes y Arturo Gallegos, de 77 años, ha leído el diario durante más de una hora y ha atendido solo a dos personas. No le preocupa la aparente lentitud de su negocio, pues sabe que al iniciar la semana la clientela siempre disminuye.

Sin embargo, mira el reloj y comenta por costumbre: “El que espera desespera”; mientras tanto, decide preparar su instrumental de trabajo en previsión de la llegada de eventuales clientes.

Este peluquero de mirada penetrante recuerda que le cortó el cabello a Alfredo Palacio, expresidente del Ecuador.

Un día, inclusive, viajó en avión a Guayaquil con un solo objetivo: cortar el cabello presidencial. “A él le gustaba el corte bien rebajado; tipo cadete”.  

Antes de atenderlo en el Palacio de Carondelet, le cortaba el cabello en el Hotel Radisson.

Al mes gana entre $ 500 y $ 600. En su época dorada, Arturo Gallegos fue el peluquero de la gente adinerada, aquella que solo se cortaba el cabello con estilistas profesionales.

Trabajaba en el exclusivo Gun Club de Bogotá, frecuentado por familias de rancio abolengo. Con el dinero de su trabajo se compró una casa y un automóvil.

Su vida transcurría tranquila hasta que Pablo Escobar comenzó a colocar bombas a diestra y siniestra y sembró el miedo en la capital de los colombianos. Vendió todo y regresó a Ecuador.

Casi al finalizar la década de los noventa, abrió su propia peluquería en la avenida Amazonas y Orellana. Funcionó por varios años, pero cerró.

Arturo, de pelo cano y ojos verdes, aprendió el oficio a los 20 años en Ibarra con peluqueros que ejercían su profesión a la vieja usanza.

Ahora trabaja en una peluquería ‘aniñada’, como le llama él, en la Plaza de las Américas. (I)

Andrea Rodríguez
Especial para EL TELÉGRAFO