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El Telégrafo
Juan Francisco Román

El niño que está parado frente al altar

15 de febrero de 2022 - 00:00

He tenido en enclaustrarme unos tres días en mi casa, bajo llave y sin nada más que unos libros que tengo empolvados en la repisa. Tengo que confesar que me ha dado miedo volver a abrirlos, es que tratan de algo que nadie quiere entender, que todos quieren tener, pero de lo que nadie quiere responsabilizarse por falta de valentía. Esa cosa necesaria que nos hace levantar y que también nos pega a un sofá. Esa cosa llamada amor.

Debo confesar que he sido un romántico empedernido y creo que parte de esta tremenda venda en los ojos han sido los autores con los que me he dejado llevar porque lo imposible sea posible. Recuerdo, en mi temprana juventud torpedear mi cerebro con Fitzgerald, Víctor Hugo, William Blake o Keats. Siempre quise vivir en la Belle Époque, por eso París siempre me decepcionó cuando la visité, pero también visité lugares del cálamo preciso de Gabriel García Márquez y no puedo dejar de pensar en Dolores Veintimilla de Galindo. He suspirado un par de veces acá.

Se me hace extraordinariamente curioso cómo funciona el sistema emocional de un ser humano cuando de amor se trata; y pues, no solo es amar a una persona, el amor es un sentimiento tan potente y variable que abarca a toda la existencia del ser humano. Solo es de escuchar cuando hablamos de amor a la patria, a la carrera, a la familia, a la mascota y el amor propio. Todo es amor y de él desembocan variables que controlan a la sociedad.

Fallidamente, creo yo, el Derecho ha intentado ponerle un marco jurídico para poder “dar a cada quién lo que le pertenece”, entonces he analizado si es que el amor está regulado y pues no, el amor no se regula, el Derecho no lo puede regular, porque tampoco lo entiende. Una aproximación es el matrimonio.

El Código Civil, en un intento de ser lo suficientemente poético, dice que es un contrato —acuerdo, sin vicios entre dos seres humanos capaces—, que es solemne —tiene que ser ante autoridad pública y cumpliendo requisitos de forma burocrática—, y que su finalidad es: vivir juntos y auxiliarse mutuamente. ¡Vaya desfachatez!

 Me he preguntado, también, ¿cuál es la necesidad del matrimonio eclesiástico o ritos posteriores al matrimonio civil? Y la respuesta es simple, este contrato, que desemboca de la locura nacida de un ser humano por otro, no lo puede certificar un ser humano. No, nuestro combustible interno llamado alma necesita de un notario intangible y más allá del entendimiento humano. El matrimonio tiene y debe ser certificado por una deidad. Así de importante es prometerle amor a una persona, eso es poesía pura, es humano, imperfecto y extraordinariamente necesario.

He visto al amor presente y lo escuchamos dándole algo de aire a este mundo podrido de odio. Esa madre y padre fuera de los recintos penitenciarios, llevando comida y aliento a sus hijos asesinos; lo he visto en esos padres que se levantan a las cuatro de la mañana y abren en silencio la puerta de la habitación de sus hijos para verlos dormir por unos segundos, antes de subirse en un bus para llegar a su trabajo. También lo he visto, rondar en los aeropuertos en los que se despiden quienes no se volverán a ver o quienes no saben si lo volverán a hacer; también lo he visto en ese funcionario público que se queda un poco más para ayudar a alguien que jamás se lo agradecerá y en el empresario que ve sus bolsillos vacíos, pero a sus trabajadores pagados. Y también, lo he visto en hospitales, donde las manos presurosas se quedan a lado de una cama. Lo siento en el abrazo de mi mamá.

Revisen su corazón por un momento, el amor es lo que nos mueve, siempre, todos los días, siempre existirá algo, alguien, pero ese calor interno, es lo que nos mueve y es innegable.

Hay que ser valientes para sacar del bolsillo un “te amo”, pero hemos entendido que decirlo es fácil, sostenerlo, mi querido lector, eso no es cosa para todos, ni para los cobardes, ni para los mediocres, eso es cosa de valientes y de seres realmente humanos. Nada más extraordinario que “en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad”, es que eso es tan fácil de decir, pero ¿qué tan fácil es sostener? Sí, amar es para valientes, desinteresados y héroes. Ese sentimiento es extraordinario, pero trae una cantidad de responsabilidad que no todos estamos dispuestos a enfrentar. Los tiempos cambian y las situaciones empeoran, ahí es cuando se demuestran las palabras. El amor muere, no cuando se dice adiós, sino en la falta de presencia o de sacrificio, cuando se requiere.

No me vengan más con que romantizo el maltrato, cuando hay maltrato, no hay amor, eso es otra cosa, una tergiversación de algún daño interno que requiere dañar a otro, y eso, eso no es, no será jamás amor.

Amar al país es no robar y es no dejarse tentar; amar a la carrera es estudiar y sacrificar tiempo libre para ejercer y enseñar mejor; amar a un ser humano es cambiar, modificar, aceptar y exigir, es también, cruzar mares y continentes para volver a verla. Amar es un sentimiento y un combustible que no hiere, sino cura. Pero también es irse a tiempo. Hemos sido héroes y villanos por no saber reconocerlo. No seamos tan cobardes de entender al amor, como un sentimiento vacío y de palabra, seamos valientes para renunciar, sin dañar ni que nos dañen. Amemos como si fuese la última oportunidad de hacerlo.

Recientemente mi hermano se casó. Fue la primera vez que presenciaba en primera línea algo así. Pero, analítico como me he formado, vi algo, eso que quería entender. Hay un momento, es un segundo en un matrimonio. Él, estaba parado en el altar, cuando el novio espera a la novia. Había puesto sus manos en cruzadas y abrazadas, recto y serio, miraba fijamente a la puerta de la iglesia, pero decidí no mirar donde él miraba, sino me quedé viéndolo. Me preguntaba, ¿qué pasaba en su cabeza? ¿Sabrá que se va a quedar para toda la vida con una sola mujer? Pero él estaba ahí, viendo atentamente, seguro, sin miedo a nada.

Apareció la novia y yo seguí viéndolo, estaba con su mirada congelada, aunque había visto a su novia por años, era la primera vez que la veía como su esposa. Estaba desesperado, pero erguido. Es así, como se recibe al amor para toda la vida.

Después de esto, me sentí, como hermano mayor, con la necesidad de recurrir a quien nos protegió desde niños y retrotraje a mi vida cuando tenía diez años y dentro de mí exclamé:

—¡Papá, papá! Santiaguito está parado en el altar.

Era una sinfonía de sentimientos, pero no, sentía que estábamos seguros, el amor estaba presente y no hay nada más fuerte y seguro que eso.

Citando a Sabina, les recuerdo que amar bien es de valientes: “que ser valientes no salga tan caro, que ser cobardes no valga la pena”.

Amen a su país, su vida, su carrera, su pareja, su familia y todo lo que hacen a tal nivel, que siempre lo valga, por ahí, comenzamos a cambiar de a poco este mundo.

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