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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

Los mundos que creamos y las pendejadas que decimos

23 de diciembre de 2016 - 00:00

Ahora todos construimos nuestros mundos. Siempre hemos tenido la capacidad de crear un entorno adaptado a nuestras preferencias, cosmovisión, idiosincrasia e ideología. Antes de Facebook y Twitter, nuestras ‘cámaras de eco’ eran los del barrio, la familia, los amigos cercanos. Eran espacios borrosos donde existe, por nuestro propio diario vivir, confrontaciones y pugnas por espacios y discursos. Pero esta globalización digital ha vuelto a nuestras discusiones mucho más amplias y más reducidas al mismo tiempo. Sí, nos podemos conectar con prácticamente todo el mundo, creando redes imposibles hace quince años. Pero esas redes están construidas para que nuestra experiencia en Facebook y Twitter sea positiva. Y es mucho más fácil tener una experiencia positiva cuando todo el mundo piensa como tú.

La base del algoritmo utilizado por Twitter para sugerirnos usuarios a quien seguir, y de Facebook para mostrarnos publicaciones en las que podemos estar interesados es simple: lo que ves y lo que te gusta es almacenado, y luego más de lo mismo se nos alimenta. Somos la generación que más información tiene a su disposición, la que más opiniones tiene a su alcance. La gran falacia de las redes es que más información no significa estar mejor informados. Lo que tenemos es un gran banquete de ‘más de lo mismo’.

La homofilia en redes, la tendencia de relacionarnos con personas a las que nos parecemos, es un fenómeno común. Solemos tener amigos que se nos parecen, que comparten nuestros gustos, contextos, intereses políticos. Pero Facebook no solo que genera un campo fértil para la homofilia, sino que la promueve. Mientras cada vez más nuestras interacciones se hacen a través de estos espacios, bien sea por necesidad o por comodidad (o por abierta novelería o voyerismo), más compactas se vuelven nuestras redes, mejor definidas, al punto en que el mundo que hemos creado es uno muy diferente al no virtual. Son perfectos espacios de acuerdos y concordancias. Son mundos donde nuestras opiniones no solo que son legitimadas por el entorno, sino que lo son sin ser criticadas. Nuestras conversaciones se vuelven monólogos a mil voces.

Y se mezcla la realidad con lo falso que decidimos creer porque es algo que se acopla a nuestra visión del mundo. Que tengamos avalanchas de información no significa que sea real, o que la información real sea precisa, o que la información precisa sea completa. Estas son las realidades que construimos y esas construcciones son reales para quienes las creamos, y nos choca el mundo no virtual cuando no está alineado con estas construcciones (ergo, el mundo está equivocado). Pero lo más preocupante es que las redes sociales digitales reducen el costo de decir pendejadas.

No solo que se rompe ese espacio de intimidad del grupo social cercano, ese contexto no pensado de la familiaridad, cuando todo momento es compartido en Facebook, sino que la pantalla titilante es un público anónimo, distante y mudo. Ser racista, homofóbico, clasista, xenofóbico, machista, o cualquier otra derivación del pendejo, es más fácil, no solo cuando lo haces frente a un grupo que comparte estas preferencias, sino cuando no existe una respuesta inmediata, cuando 140 caracteres son lanzados sin otra repercusión que la posibilidad de una contestación, si acaso llega. Es más, con la gran posibilidad de encontrar alguien tan racista, homofóbico, clasista, xenofóbico o machista.

Todo termina en una gran contradicción, porque a medida que tratamos de escapar de estos grupos, nos aislamos a nuestros propios colectivos cibernéticos, en nuestros lugares seguros, donde todos somos iguales. Quién sabe, puede que sea el cruel destino de la discusión pública: los mundos que creamos y las pendejadas que decimos. (O)

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