La tentación de sobrestimar problemas de corto plazo y simbólicos nos hace olvidar relaciones estructurales claves que son susceptibles de influencia.
Entiendo la problematización social como un edificio donde, en la base de cualquier análisis, se encuentra la realidad sociodemográfica. Solamente después se puede intentar abordar problemas económicos y simbólicos que representan los dos subsiguientes niveles de esta edificación hipotética. Cito dos ejemplos de métricas que revelan silenciosos cambios estructurales.
El primero es el de la esperanza de vida al nacer. De acuerdo a cálculos propios, en los años 50 y para el caso de los hombres este indicador llegaba a 47 años, hoy en día se encuentra cerca de 73. En el caso de las mujeres, en la década de los 50, fue de 50 años, mientras que en la década actual se encuentra cerca de 79 años.
Lo llamativo es que la brecha por sexo se ha ido incrementando: en los años 50 las mujeres vivían alrededor de 3 años más que los hombres, en los 60 bajó a 2,5, en los 70 subió a 4, en los 80 a 5, en los 90 estuvo en 5,5 y después de los 2000 bordea los 6 años.
El segundo caso es el de la edad del primer hijo de las mujeres madres. Ewa Batyra publicó recientemente estimaciones donde demuestra que las mujeres ecuatorianas que completan estudios -ya sean secundarios o universitarios- retrasan la edad del primer hijo desde los 20 a 24 años hasta los 25 a 29 años.
Sin embargo, en las mujeres que abandonan estudios, tanto secundarios como universitarios, no solo que las edades en las que son madres son más tempranas (desde los 15 hasta los 20) sino que, además, en las cohortes más recientes, la tasa se ha incrementado.
El entendimiento de estas dinámicas requiere sistemas de planificación que, sin dejar de lado necesidades coyunturales -como normativas civiles que benefician sobre todo a privilegiados o mecanismos para expandir una economía concentrada-, permitan tener una visión política pero tecnificada de las estructuras sociodemográficas. (O)
