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No hay que tener gran capacidad de observación para darse cuenta que mucha gente hace de la calle, parques, parterres o cualquier área verde una extensión de sí mismo, una proyección de un súper-ego primitivo y silvestre que les permite hacer pipí arrimados a un muro, sus mascotas caca en las veredas, cualquier rincón depósito de basura y a las parejas hasta encontrar el amor más intimo en el duro cemento de la banca de un paradero.

Hay quienes censuran estos actos: los sapos, otros son indiferentes: viven la suya, y también están los que les celebran: sinvergüenzas.

Podríamos juzgar estos hechos como actos diferentes que movilizan fibras sensibles haciéndolos intolerables o, en un giro muy astuto de nuestra historia, entregarnos a ellos como en un glorioso festín del mismísimo paraíso y salir sin ropa a la calle a perpetrar las mayores atrocidades animales, solo por jorobar o encontrar esa felicidad que se proyecta de quienes lo hacen.

Solo que al final no todos somos iguales y lo máximo que lograremos es aflojarnos el nudo de la corbata y pensar que somos tan distintos, menos cuando nos vemos en situaciones que nos hacen igual que el resto, como cuando la selección mete un gol y nos abrazamos con un extraño y gritamos en media calle o aferrados a la reja de una tienda cuyo televisor adentro trasmite el mundial mientras nos comemos un cuarto de mortadela con ají y limón.

La misma tijera nos ha cortado para acompañar cada queja con un insulto, cada camaronada con un dedo medio o unos cachos y cada tweet con un jajaja.

Pero si quisiésemos haríamos las cosas de forma diferente, solo como un ejercicio jachudo de nadar contracorriente, sería de empezar por algo sencillo como besar con los ojos abiertos, sorber la cola desde el pico de la botella con la nariz, fumar por la oreja, reír sin emitir sonidos y soñar que nacemos tatuados y que con el tiempo asistimos donde los artistas que nos pintan la tinta con piel, para ser radicales.

¿Y si son los fantasmas de los vivos que asustamos a las almas de los muertos? Fácil podemos ser nosotros los extraterrestres y en otro planeta dar películas de miedo con humanos y su malvada capacidad de contagiarte virus y bacterias mortales o herirte con las palabras que nacen en su pequeño cerebro y salen de su gran boca.

Evitando este aparente absurdo nos queda un hálito de esperanza de ser diferentes, por aquello de que no hay verdades absolutas, pero la verdad es que aunque lo neguemos somos iguales en más de una oportunidad y eso es lo que reivindica al género humano porque me encanta cuando nos saltamos las variables y entramos en esas constantes que negamos tanto como Pedro a su maestro.

¿O alguien puede decir que todos no somos lo mismo horizontales en la cama, arrodillados en la iglesia, impacientes en el mecánico, boca abierta en el dentista y sentaditos en el baño?

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