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La Danza
…Y me vi sentado en la tercera fila del auditorio de la Casa de la Cultura, tercer piso, expectante de algo que para mí era inédito, un espectáculo de danza, de baile, de ballet; pero uno de verdad, no de los que se ve en la televisión, uno con tradición, historia, linaje, y yo ahí entre no mucha gente que justo se daba cita para brindar un homenaje.
Se conmemoraba el Día de la Danza pero a la par esta gala era una celebración, llámenlo reconocimiento, un detalle más que especial a la dilatada carrera del gran maestro bailarín Piero Jaramillo, fundador de escuelas, impulsador del arte, luchador de la danza, buen compañero, amigo y amable caballero que con sus años llena el escenario con la sola presencia de su delgada y pequeña figura, como los grandes.
Con la humildad que representa ser un ícono de este género, el propio Piero animó su evento y galardonó con aplausos y recuerdos a las bailarinas del Ballet de la Casa de la Cultura de la leva del 50, porque a pesar de que la fiesta estaba pensada solo para reconocer su trayectoria, con un acertado sentido de justicia, le pareció preciso también premiar a sus compañeras de la que se denomina la Era Dorada de la Danza en Guayaquil.
Entonces, luego de un acto de apertura, entraron las señoras, primeras bailarinas en su época, gráciles damas ahora y los aplausos y vítores no se hicieron esperar. Cada una llevaba un pensamiento de lo que era la danza y fue emocionante ver a mi mamá entre ellas, lo cierto es que a pesar de que me había contado varias veces y enseñado las fotos, verla en esta dimensión me conmovió hasta los cimientos y me hizo verme desde la perspectiva infalible de que soy hijo de dos grandes artistas y que al final tomé el camino por el que me llevó la sangre, tirando por el trasto sus empeños de que fuera doctor o abogado, periodista o lo que sea.
Luego de esto, la historia se hizo canción en la voz del tenor Ángel Oyola, quien recordó con nostalgia y humor cómo es que siendo un cantante tan masculino terminó en una actividad tan delicada y fue parte de una compañía de ballet sin bailar y recordó a través de unas fotos que en las presentaciones que llevaban a cabo, dentro y fuera del país, en el intermedio de las obras él cantaba.
Esa noche cantó tres temas, entre ellos ‘El alma en los labios’, con acompañamiento, y ‘Qué será, será’ a capela. Su voz vibrante me sacó lágrimas, sí, a mí que soy todo lucha libre, UFC, MMA, grunchero, sarcástico, metalero, clásico del astillero, se me pusieron los ojos de Bob Esponja cuando recibe su espátula nueva.
Estaba realmente disfrutando de un arte que debería estar ascendido y protegido como patrimonio nacional, una historia que casi se ha perdido entre la velocidad y el espasmo del tráfico de la 9 de Octubre y en las cabezas de los que les conviene que Guayaquil parezca una ciudad cabaret con aires de puerto pirata, donde uno puede con suerte pescarse un resfriado y comerse un pescado.
Salí de ahí abrazado de mi mamá, sintiéndola más gigante y eterna que nunca dentro de su metro cincuenta, con 70 años a cuestas y viendo a mis alrededores con la cabeza llena de preguntas entre las cuales la más insistente viene siendo, ¿cómo hacemos para que toda esta grandeza no se pierda entre ese vertiginoso pop-urbano que llamamos vida?