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La humanidad ha procurado su felicidad desde el principio de los tiempos

La noción de desarrollo restó importancia a la felicidad humana como un valor útil

En la Constitución Quiteña de 1812 se estableció que cualquier miembro de la Legislatura  puede plantear un proyecto a favor de la “felicidad pública”. Foto: Marco Salgado / El Telégrafo
En la Constitución Quiteña de 1812 se estableció que cualquier miembro de la Legislatura puede plantear un proyecto a favor de la “felicidad pública”. Foto: Marco Salgado / El Telégrafo
19 de julio de 2015 - 00:00 - Secretaría del Buen Vivir

En el tiempo de Aristóteles, la felicidad era un tema fundamental en la vida cotidiana. No causaba risas preocuparse de ella ni era tratada como algo sin importancia. Él mismo la definió, hace más de 2.300 años, como el bien supremo del hombre, pues se entendía por entonces que enfrentar la vida humana no podía ser tarea sencilla si no se procuraba, primero, un mínimo estado de bienestar.

Pero pasaron los siglos y la humanidad se orientó hacia la razón instrumental. Aunque entre los siglos XVII y XIX varios pensadores hablaron de la felicidad, como John Locke, quien la calificó como una disposición de la mente y no una condición de las circunstancias; o Kant, quien la describió como la satisfacción de todos nuestros deseos e inclinaciones, cada vez se tornó más necesario pensar en el bienestar del ser humano a costa de su entorno natural, separándonos de nuestra condición original que nos ata a la naturaleza como a las plantas o a los animales.

No ocurría lo mismo entre los pueblos de Oriente, ni entre los  amerindios, mesoamericanos o africanos, quienes mantuvieron en condiciones de resistencia sus costumbres milenarias y sus vínculos indestructibles con la naturaleza. Unos recurrieron a sus prácticas musicales, otros a la tradición oral, algunos desarrollaron dinámicas rituales para proteger y garantizar sobrevivencia a sus valores ancestrales, pues Occidente y su avasallador avance sobre los territorios americanos, africanos o asiáticos estaban aniquilando la importancia de las cosas sencillas, entre ellas, la trascendencia de la felicidad.

Entre el período de revoluciones del siglo XIX hasta que el siglo XX, las discusiones y las preocupaciones por obtener la felicidad fueron reemplazadas por algo que empezó a ser más importante: el progreso, el desarrollo, la civilización, la modernidad.

En 1930 las relaciones comerciales, los afanes independentistas, la construcción de las naciones y la obsesión por ser modernos llevó a los países a relacionar el crecimiento económico con el bienestar, y el concepto de desarrollo se impuso como sinónimo de progreso.

El surgimiento de la palabra desarrollo también determina un momento de la historia moderna: la emergencia del capitalismo industrial como modelo de bienestar para los pueblos del mundo. El capitalismo, así concebido, concentró su interés, como lo señala su nombre, en el capital como eje fundamental de las prácticas humanas para propiciar mejores condiciones de vida. Pero, dentro de esa percepción, había sido minimizada y hasta anulada la concepción de que los grupos humanos deben ser felices. Del mismo modo, esa separación entre el ser humano y la naturaleza, con la emergencia del modelo capitalista industrial, se consolidó con el precepto de que la humanidad debería usar la razón para doblegar a la naturaleza para su propio beneficio. Este paradigma dio luz verde a prácticas exctractivistas inescrupulosas, desarrollo de industrias sin ningún tipo de control, contaminación medioambiental, propagación de enfermedades nuevas producidas por el exceso de ruido, de horas de trabajo, de uso de elementos tóxicos, así como por una serie de prácticas que generaron un grave deterioro de la salud del medioambiente. La felicidad se redujo a un estado de bienestar medido por la cantidad de bienes materiales y la capacidad para adquirirlos. El ser humano moderno es feliz mientras más tiene.

En 1934 el libro Teoría del Desenvolvimiento Económico, del economista alemán Joseph Schumpeter, destacó a la innovación como una de las claves del crecimiento económico, poniendo énfasis en  un desarrollo basado en las capacidades de los países para producir, sin contemplar que esa postura reduccionista dejaba de lado la comprensión de las desigualdades históricas que ubicaban a la mayoría de los países en desventaja. Una vez más, la lógica de un sistema enfocado en producir para obtener ganancias monetarias, únicamente, se encargaba de mutilar la esencia humana negándole su naturaleza.

Durante la II Guerra Mundial, Wilfred Benson, de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), habló por primera vez de “áreas subdesarrolladas”, en 1942, para referirse a los territorios que no gozaban de condiciones para sostener su economía ni para generarla siquiera.

En 1945 la flamante Organización de las Naciones Unidas (ONU) incorporó el concepto a su discurso y fue el presidente estadounidense Harry Truman quien, en 1949, relacionó a los que llamó “países subdesarrollados” con el “demonio del comunismo”. Una vez que el concepto alcanzó el estrado de la política, la felicidad como parte de la esencia humana quedó refundida en el terreno de lo que no tiene importancia o, en el mejor de los casos, en el espacio de la intimidad.

En el artículo 38 de la Constitución Política Quiteña de 1812, se definió que “cualquier miembro de la legislatura tiene derecho de proponer el reglamento, o proyecto de Ley que juzgue conveniente a la Felicidad pública”.

En el artículo 191 de la Constitución Política de la Gran Colombia de 1821 se establece que todos los territorios pueden “concurrir con sus representantes a perfeccionar el edificio de su Felicidad…”. Nuestros pueblos ancestrales siempre contemplaron en sus prácticas la convivencia armónica con la naturaleza y la interrelación entre los sentimientos que el hombre europeo, más tarde, nombró con las palabras felicidad y tristeza. Sumak, para los pueblos andinos kichwas, se refiere a la realización del planeta. Kawsay, en cambio, alude a una vida digna y en plenitud. La vida es el centro único de todas las cosas y la armonía entre todas ellas es la única garantía de la felicidad. Pero, el individuo moderno no recuerda aún que primero y más importante siempre  ha sido ser feliz para producir mejor. (I)

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