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¡Qué intensos!

¡Qué intensos!
15 de junio de 2014 - 00:00 - Lorena Mancheno

Aún no se ha inventado el termómetro para medir las intensidades. Esas que siempre suenan a declaraciones de amor y de guerra. Las que aparecen en frases cortas en un mensaje de texto pidiendo pasión o compasión. Intensidades que casi siempre se leen entre líneas de las historias oficiales. Las que desatan tempestades y augurios. Las que confunden y nos vuelven invencibles.

No hay termómetros a menos que construyamos uno con las palabras que mujeres y hombres desatan como aguaceros. Bastaría con volver a la Declaración pública de amor, de la escritora cubana Soledad Cruz: “Amo a este hombre que cabalgo, que monto sin arreos. Montura, brida, ni siquiera estribos para asalto. Él duda y se defiende con su profesión de inconstante. ¡Tan masculino! Teme que mi galope impulse su estampida. Necesita garantías para el equilibrio”. Que lance la primera piedra quien no entienda que esta es una intensa.

Acudamos al Diccionario de la Real Academia. “Intenso, sa: adj. Muy vehemente y vivo”. Para ponerse a temblar.

Según Karina Palacios Guevara, comunicadora y experta en desarrollo transpersonal: “Intensa… intenso… límite simbólico de un intento fallido de relacionarnos género masculino y género femenino; término que quiere desafiar un paradigma del desencuentro o ¿se trata de dos paradigmas distintos en conflicto?”. Para el sociólogo y fotógrafo Jorge Alvear Troncoso “sería fácil creer que este desencuentro se debe a intereses ‘contrapuestos’. Pero no hay tal. Se pueden establecer contradicciones o antagonismos cuando los intereses devienen en el mismo nivel, pero ¿cómo llamarlo cuando los intereses simplemente (y perversamente) son estructuralmente diferentes?”.

De todas formas ¿quién no se ha tropezado con algún ‘intenso’?

La historia lo juzgará. Monjas apasionadas o carnales como sor Mariana Alcoforado, una religiosa portuguesa que tuvo la mala —o buena suerte— de enamorarse de un conde francés al que dirigió unas bellas y febriles cartas que él mismo desfachatadamente publicó en París. O Juana ‘la loca’ que paseó durante 3 años por toda España el cadáver de su marido Felipe ‘el hermoso’. O su tocaya Juana de Arco quien vistió armaduras viriles cuando se puso al frente de los ejércitos franceses a los 17 años, dirigiéndoles en la guerra contra los ingleses a los que derrotó una y otra vez hasta que fue atrapada a los 19 años y quemada viva.

Y ni que hablar de Catalina ‘la grande’, emperatriz de Rusia, que llevó las riendas del imperio desde 1762 a 1796, una/uno de los grandes soberanos del absolutismo ilustrado. Reformó la administración del Estado ruso, hizo el primer compendio legislativo, luchó contra lituanos y turcos, anuló la autonomía de Ucrania; y como si fuera poco protegió las artes y letras, mantuvo una intensa correspondencia con Voltaire, escribió obras teatrales y fundó el periódico Cualquier tontería (¡qué nombre!). Además tuvo amantes, sí, como la inmensa mayoría de los soberanos varones de todos los tiempos, pero a diferencia de reyes y emperadores, ella sí supo mantener a sus amantes en el terreno puramente íntimo, sin dejarse influir políticamente por ellos. (Historia de Mujeres, Rosa Montero).

Son retratos solo de mujeres. Y es que casi siempre detrás de aquella frase que nos hace fruncir el ceño o dibujar en el vértice de los labios la ironía hay una mujer: ¡Qué intensa! Como si llevara tatuada en la piel su identidad de loca, bruja o pirata, como la fascinante Mary Read, aventurera inglesa del siglo XVIII que se vistió de hombre y se enlistó como soldado en el regimiento de Infantería de Flandes; luego se casó, abrió una taberna; enviudó; se puso otra vez su traje de soldado, ingresó en la infantería holandesa, embarcó rumbo a América, le apresaron los corsarios y decidió hacerse pirata; enamorándose en el entretanto de un marinero. Murió en una prisión de Jamaica.

Pero hay intensos partiendo de que hombres y mujeres compartimos en el sustrato profundo, la misma humanidad básica. Y si exploramos detrás de la noción de intensidad’—nos dice Karina Palacios— donde emergen como resultado: distancia en lugar de proximidad; rechazo antes que acogida; temor por afecto. Brechas entre géneros que habrá que aprender a sortear. Ella junto a Jorge Alvear nos proponen este ejercicio a través de una propuesta de mayéutica, que nos envuelve en una conversación tan íntima (ver recuadros).

Mi termómetro son las palabras. Y las de Soledad Cruz y su eternamente atrevida declaración pública de amor. Por ello va una cita tan larga: “…Él no está conforme ni con él mismo. Es muy violento el debate entre su audacia y su cautela. A pesar de ello, ha tenido logros que le producen cierta satisfacción. Despojarse del izquierdismo, por ejemplo. No resulta ni original ni osado. Casi ninguno lo es ya para el amor. Busco cada mañana una nota en las macetas de mi ventana. Una pucha de romerillo. O una africana. Él sabe que el chocolate me desquicia. Pero nada se le ocurre. Mi puerta sigue virgen en la madrugada sin que su mano la sorprenda o la viole. Él prefiere anunciar telefónicamente sus visitas. Es toda una expresión de modernidad que permite confirmar la ausencia de testigos. Pienso que le asusta mi vehemencia.

Creyó que quería atraparlo. Ninguno lo soporta abiertamente. Tal vez alguno de mis elocuentes mensajes le hizo recordar el peligro. Soy un caso peligroso, con antecedentes; no penales, más bien penosos. Pero atraparlo no era mi intención. No quiero ser ni su amante ni su esposa. Cualquiera de las dos posiciones me resulta incómoda en nuestro momento histórico concreto. Le propuse ser su cómplice. Pero él, machista al fin, lo cambio por secuaz”.

DIÁLOGOS

¿Es a esta a la que llamas intensa?

Cuánta distancia. Soy intensa porque tengo expectativas. Porque intento leer dentro de alguien más el desenlace de mi cuento de hadas. Quizás sea eso. En ocasiones, ese alguien está apenas rozando el borde del juego cuando yo he viajado en un túnel del tiempo hasta la utópica cohesión de una pareja, cuando bosquejo esa imagen como estrategia y la incorporo rotundamente en mis gestos y mis formas de seducción.

Soy intensa cuando urdo complejos supuestos sobre él y considero que su afectividad ausente es una discapacidad emocional y no una decisión soberana. Cuando rechazo su fresca y básica forma de estar, en la hipótesis de que un encuentro con él debe garantizarme retribución, como si se tratara de una transacción mercantil. Intensa, como cuando me convenzo de que puedo provocar primero, y doblegar más tarde las emociones y sensaciones de ese otro sin haber siquiera aprendido a manejar las mías; cuando despliego mis facetas de celosa, víctima, iracunda, distante, orgullosa, y activo mi programa ‘si le intereso tiene que demostrarlo’, fuente de frustración mutua y cotidiana.

Porque, si bien ejerzo mi afectividad libremente, no sé cómo evitar contaminarla con la necesidad de poseer, cuando de lo que se trata es de pertenecerse: ese estado de entrega libre y voluntaria de uno a otro con más o menos compromiso pero en entera libertad. Y si soy intensa es que pretendo realizar aquello que me han inculcado sobre ser la dueña de un corazón sin entender que el único corazón del que debo adueñarme es del mío propio. Karina Palacios Guevara

¿A quién llamo intensa querida?

A quien atribuye trascendencia a cosas que no la tienen. Intensa es quien carga de contenidos a algo trivial, y le halla no 5, sino 8 patas, a una situación que, en principio, ¡no tiene patas!

Es la mujer que elabora estructuraciones ficticias, que de un simple diálogo extrae conclusiones radicales del tipo “entonces ¿no me quieres?”. Porque para ella cada palabra es una pista de algo que se le ha perdido y lo está buscando en alguien… tanto que si ese es quien la expresa, ella atribuye a sus palabras un sentido que no tienen. No. No tiene que ver con la intensidad de la emoción. En absoluto.

Eres intensa cuando todo lo que tienes son preguntas para contigo y buscas las respuestas en otra persona; cuando eres incapaz de relativizar un comentario…

Casi, casi es sinónimo de ‘tensa’. Te pones intensa cuando estás en permanente cuestionamiento de ti misma, con necesidad profunda de establecer verdades esenciales; cuando estás en un momento inseguro e inestable. Siempre que lo último que tengas sean certezas, cuando todo no sea más que un montón de inseguridades, y actúes desde allí, de modo que necesitas chantarle el membrete de ‘verdad’ a casi cualquier cosa, venga de donde venga. Y de paso, te dedicas a cuestionar, criticar y menospreciar a otros; esa intensidad es una necesidad de establecer tus fundamentos de vida sobre la mirada y la aprobación de otro. Y si de mirarnos se trata, querida, reescribe estos párrafos en género masculino. Porque el intenso puedo muy bien terminar siendo yo. Misógino o machista, o ambos.

Puedes elegir.  Jorge Alvear Troncoso

¿Y cómo llamas a esa otra mujer, querido?

A esa que se atreve a mostrarse niña cuando te sientes envejecer o adolescente cuando le reclamas sensatez y templanza. Que desafía tus hábitos de pensamiento; que desluce tu preclara sabiduría sobre el género femenino, esa colección de preconceptos y mínimas caricaturas de lo que es una mujer y que crees confirmadas en sesiones de charla pueril y sexo ocasional.

A esa que juega consigo misma; que se sabe bella y te regala esa imagen que le roba al espejo invitándote a mirar más hondo, pero equivoca el modo de entregarte el mensaje.

A esa que combina con arte aquello que le nace del corazón, la mente y la piel; y que, es más, lo entrega sin reparos para cubrir, acaso, las ausencias que encuentra en tu expresión del querer, del sentir, del estar… del entregarte. Esto de lo que sabes apenas, a tropiezos, la primera sílaba.

Quizás, y sobre todo, así llamas a la mujer que mira segura hasta el fondo en tus ojos de amante y que altivamente te muestra con su mirada, su pupila, su sonrisa y el gesto entero de su cuerpo, la certeza de sus deseos, pasiones y afectos.

Una mujer así de intensa te horroriza querido, porque en toda desnudez refleja tus propias carencias. Porque te pone contra las cuerdas, querido hombre común, hombre promedio. KP

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