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Cuando se pensaba que Hayao Miyazaki ya se había jubilado del cine hace años, más recientemente sorprendió con una nueva película, “El niño y la garza” (2023), obra con la que el director japonés retiró sus palabras y nuevamente se lanzó al ruedo de la producción y hechura de filmes animados. Él mismo publicó un manifiesto o una carta donde señalaba que incluso la muerte de su mejor amigo del Studio Ghibli, Isao Takahata, le había inspirado a continuar con el trabajo creativo cinemático pese a más de sus 70 años de vida. Esta nueva película la pensó como un legado a su familia, a sus seguidores y una especie de confesión de lo que podría implicar pensar la muerte.
“El niño y la garza” (que ahora se lo puede ver en plataformas de internet) es realmente un filme conmovedor, pero también, si se quiere, una delicia visual y argumental. De hecho, cada película de Miyazaki es y ha sido eso, un hallazgo y la posibilidad de cientos de preguntas, porque más que un cine de entretenimiento (cuestión que no se debe desmerecer), más que ser una obra que podría estar aparentemente dirigida a espectadores infantiles o juveniles, en realidad es un trabajo muy entrelazado con lo filosófico, con concienciar la vida y la muerte en su constante interacción, distinto, claro está, al pensamiento occidental.
“El niño y la garza” tiene como protagonistas un niño, de más o menos 12 años, huérfano de madre, algoiracundo, inconforme y curioso, y una garza que oficiará, más o menos, como un guía o como alguien que le abrirá las puertas de la vida y la imaginación. La trama nos sitúa en 1943, durante la II Guerra Mundial. El niño en cuestión pierde a su madre en un incendio y, tiempo después, es llevado fuera de la ciudad por su padre, el cual además se casa con la hermana de su madre. El asunto es el trauma por la pérdida de la madre, con quien tenía más apego, y la asunción de una vida separada de todo el bullicio urbano y de la misma guerra (aunque a ratos, a modo de contexto, esta se la perciba). El trauma, por lo tanto, implicacomprender lo que es la separación y, con ello, la pregunta de qué hacer o cómo enfrentar el nuevo rumbo por el que se debe transitar.
El reto de este niño es algo complejo, más aún en un período en el que el mundo interior empieza a cambiar, adesordenarse y, al mismo tiempo, organizarse esta vez bajo otros parámetros u otras normas. A modo de metáfora, la casa hacienda donde irá a vivir asemeja a la morada interior de la familia que intenta reconstruirse: la casa debe ser un lugar de acogimiento, pero también de refugio (piénsese esto en el contexto de la guerra) y un lugar de calor humano. Miyazaki confronta al niño con ese primer espacio con la idea de reconciliarlo con la nociónde una familia que en principio se fractura, pero que el padre trata de mantener viva, casándose con la tía del niño. En otras palabras, el trauma de la pérdida de la madre implicará en el filme volver de nuevo la mirada hacia el calor humano faltante en momentos en los que la guerra apremia, cobra vidas, llena de caos la vida que ciertamente debía darse con tranquilidad.
Es en esa casa hacienda, un castillo extraño, donde el niño se topará con la garza, expresión de lo que en las culturas orientales representa el mundo espiritual y la conexión con la sabiduría. Miyazaki apunta a la etapa de un niño en la que debe forjar su espíritu, su comprensión de la vida y la realidad. La garza, asimismo, implicará la conexión con lo que podríamos considerar la dimensión fantástica de la vida. Y cuando hablamos de la dimensión fantástica, debemos entenderla como la parte maravillosa a la que todo ser humano no debería renunciar, aunque agobie la determinación de la razón. La garza entonces abre la puerta a ese mundo espiritual que es innato en todo ser humano. Visualmente, se trata de hacernos caer en cuenta de que la realidad y la imaginación o el mundo concreto y el mundo de los espíritus no son inseparables: ambos coexisten y siempre tensionan nuestras existencias. Es decir, la vida y la muerte son las dos caras de una misma moneda.
La garza, de este modo, también reconecta al niño con la madre perdida que está en ese otro plano existencial, maravilloso y, en cierta medida, utópico. La correlación entre casa u hogar y entorno natural o emplazamiento lleno de vida es algo que es interesante e importante en la obra de Miyazaki, más aún en “El niño y la garza”. En esa correlación se articula una poética de la espiritualidad humana. ¿Qué sería esta poética, la cual el niño debe descubrir y aprender? Consiste en saber oír a la vida en sus detalles, a través de las formas de la naturaleza, de las voces de los animales, pero también de los espíritus, de las ánimas y, desde ese punto de vista, de la misma muerte, no como acabamiento, sino como apertura a otra luz.
Puede parecer paradójico lo planteado, pero ¿no es el cine de Miyazaki una exploración constante a esos mundos que para los occidentales pueden ser terroríficos, pero que, para los orientales, son de los mismos espíritus como seres acompañantes de todos los humanos? Se ha especulado que la garza es la imagen del amigo de Miyazaki, Takahata, y que el niño sería el propio Miyazaki. ¿Qué podemos constatar entonces? Que el cine de este director japonés es el recuerdo de un constante diálogo del ser humano con su entorno, un diálogo que sirve para conciliar el espíritu propio con los espíritus que dan calor y sentido al hogar, en definitiva, el lugar espiritual donde se forja la persona en sí. Así, el niño, como el creador Miyazaki, es un curioso de las formas, de las luces, de las atmósferas cotidianas; la garza, como el amigo que enfrenta y, con ello abre puertas, es quien siempre ayudará a que los traumas se curen poco a poco. “El niño y la garza” es, por todo lo dicho, un cine ejemplar.