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“Me enojé con el mar, seis meses pasé enojada”

“Me enojé con el mar, seis meses pasé enojada”
05 de febrero de 2014 - 00:00

A veces no se come. Las jornadas se alargan desde las cuatro de la mañana hasta entrada la noche cuando se llega a puerto. En otras alcanza el bolote. “Aquí le decimos así. En la Sierra le llaman cucayo y en la Costa tonga”, explica Rosa Erlinda Guayaguamán. “Ahora le dicen lunch”, comenta alargando la u, medio en serio, medio en broma.

Víctima del viento, una ciruela rebota suavemente contra el piso y se une a los frutos que salpican de rojo el pedregoso patio. El árbol de ovo proyecta una benigna sombra en un rincón del patio, bajo la que penden tres hamacas vacías. Pese a que tiene sillas a la mano, doña Rosa ofrece como asiento a las visitas unas vértebras de ballenato, conservadas por décadas. “Me gusta al natural”, expresa. Alrededor, poblando paredes, esquinas y suelo, mil y un artefactos propios de la pesca: anzuelos, redes de distintos tamaños, boyas, mangueras, piola, carretes de hilo, motores fuera de borda. En el medio, como dueños, pasean dos perros, un gato y algunas gallinas. El insistente canto de un gallo se escucha desde la casa vecina. Al escenario se junta una refrigeradora en desuso y alguna chatarra oxidada de paciencia, esperando el desalojo al continente. Algunas piedras volcánicas enmarcan la propiedad ubicada en un lote trasero del barrio Cactus, al que se ingresa por una callejuela natural resguardada por mangos, chirimoyas, plátanos, papayas y otras frutas, más frecuentes mientras más próxima la parte alta, mientras más cerca se está de la parroquia El Progreso.

Justamente allá llegó la adolescente cuando ingresó a las islas. Vino en una misión franciscana que instauró el primer convento en San Cristóbal y luego la escuela hoy conocida como Pedro Pablo Andrade. De eso ya es más de medio siglo. Llegar no fue fácil, asegura Rosa Guayaguamán. Dejando a su madre en Ambato, con rudimentos académicos aprendidos en la escuela, viajó a Quito y luego a Guayaquil. En el puerto principal, mientras esperaba el barco que cada seis meses partía a Galápagos, aprendió en una orden religiosa los quehaceres domésticos. Luego de tres días de navegación en el desaparecido buque Tarqui, de la Armada Nacional, una madrugada cálida de 1959 arribó a Puerto Baquerizo Moreno.

A medida que la misión religiosa crecía en número el trabajo se hacía cada vez más duro. Luego de dos años, la labor perdió su conexión con la promesa de una vida nueva, independiente y libre. Aún adolescente, Rosa abandonó el empleo y contrajo matrimonio con Juan Carlos Torres Supe, su compañero hasta hoy. Desde entonces, para la familia, a la que se sumaron nueve hijos e hijas, la pesca se fue convirtiendo en forma de vida.

Rosa llegó a Puerto Baquerizo Moreno  a bordo del buque Tarqui, de la Armada, en 1959.

Ya hace cuatro años que Rosita hizo un alto a las artes del mar. A sus 67 años, en medio de la crianza del menor de los nietos, ha visto desaparecer los callos de las manos, la huella íntima del pescador. Pero aún saltan de su memoria las finuras de arte. Lleva el instinto que se activa al habitar el mar, al incorporarse como uno de sus huéspedes. Dice que el pescador, para ser tal, debe saber encontrar los peces. “El mar es ancho, el mar es grande, pero no en todo el mar está el pescado”. Para ella las faenas son una búsqueda: “Así como cuando alguien se pierde, vamos buscándole, gritándole. Aquí en tierra se puede gritar a la persona. En el mar le gritamos con el anzuelo, tocando la parte baja, buscando los bajos”. Rosa, con el varón en la mano –un tubo de acero relleno de plomo, amarrado a un sistema de hilos de nylon, con los extremos cargados de anzuelos– revela: “Este es mi material de pesca. Es para la profundidad, no es para la orilla. Todavía le falta un poquito más de peso al plomo. Como para mí, para que pueda jalar cuando caiga un pescado”. Alguna vez fue testigo de la pesca de arrastre que realizaban embarcaciones con grúa, conocidas como los ‘mantas’, y que llevaban habitantes marinos, en una forma tan distinta a la paciente búsqueda de la pequeña lancha de familia.

“La pesca es bonita, pero es sacrificada”, admite. “Alguna vez hemos quedado a la deriva, pero Dios es tan grande que nos trajo de vuelta”. El ritmo de la conversación decae al enfrentar recuerdos del hijo y el nieto, cuyas vidas fueron reclamadas por el mar mientras buceaban. Uno tras el pepino de mar; otro tras la langosta, dos símbolos del ecosistema marino galapagueño. El primero fue en el año 2000. Del segundo los recuerdos son recientes. “Mi hija, la mamá, no quería que se haga pescador como los tíos, quería que siga estudiando la universidad. Los que nos hemos metido –continúa Rosita– sabemos que las olas le pegan y le aplastan contra las piedras de la orilla”. La causa de muerte fue la asfixia. “Me enojé con el mar. Seis meses pasé enojada. No quería ni verle”. Cuando fue a poner la cruz en el sitio del deceso, los hijos la llevaron por la zona de Rosa Blanca, atrás de Punta Pi, donde los pescadores saben que es difícil sumergirse usando un compresor y una manguera de plástico, que es como se arriesgan los buzos desde las embarcaciones pequeñas.

Luego se reanudó el añejo romance marino. La primera panga que tuvo, llamada Esperanza, se hizo con madera obtenida en El Progreso. Fue en los años 70 y se quedó en Puerto Chino. En los 80, la pareja Torres-Guayaguamán se instaló en San Cristóbal y empezó de nuevo, pescando a la orilla cabrillos, zapatillas, bacalaos y roncadores por la playa La Lobería. Solo usaban el nylon con los anzuelos. El producto era para el hogar. Con el tiempo, endeudándose, fueron adquiriendo nuevas embarcaciones. La actual, de fibra de vidrio, se llama Sirenita.

“Todos los peces no tienen el mismo sabor”, afirma. “El grande para nosotros los pescadores es un poco simple. Los pequeñitos sí son sabrosos”. El gusto también se moldea con el tiempo, que ha cambiado y ha poblado de centenares de casas los espacios antes dominados por la arena y a ratos por el mar, y que ahora trae turistas: consumidores de paso. “Como hay ventas debemos buscar el pescado grande porque el pequeño no nos resulta”. Los preferidos son guajo y albacora. El picudo es más difícil porque la panga resulta pequeña para este gran pez.

No siempre el mar es promisorio en pesca. “Cuando hay, hay; cuando no hay, no hay nada”, asegura. Cada año la carencia dura de dos a tres meses y las temporadas varían. “Ahora fue en agosto, septiembre y octubre. Salíamos cargados de combustible y regresábamos vacíos”, cuenta. Asegura que este año su familia fue la que alertó la llegada de la nueva temporada a fines de octubre. “Nosotros fuimos los primeritos que trajimos la pesca, como nos vieron a nosotros nos siguieron, escondidamente”. Entre las risas, un compromiso íntimo aflora, como pidiendo permiso: “Si Dios me da vida, pronto volveré a pescar”.

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