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El Telégrafo
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Las afganas se divorcian ante violencia doméstica

Nadia, de 22 años, pidió el divorcio a su cónyuge porque es adicto a las drogas y la golpeaba.
Nadia, de 22 años, pidió el divorcio a su cónyuge porque es adicto a las drogas y la golpeaba.
Foto: AFP
15 de abril de 2017 - 00:00 - AFP

Cuando el marido de Nadia,  adicto a la heroína, empezó a pegarle con una barra de metal, ella hizo algo impensable para muchas mujeres en Afganistán: la mujer lo abandonó.

La violencia doméstica es un problema endémico en el país profundamente patriarcal, pero, por primera ocasión, un número creciente de afganas utiliza el divorcio como una nueva herramienta de emancipación.

El divorcio está considerado como halal (acto permitido) en la religión musulmana, pero en la sociedad afgana se trata de un tabú  peor que el maltrato.

“Es un drogadicto y un alcohólico. No podía vivir más junto a él”, explica Nadia del que fuera su marido durante dos años, mientras solloza bajo los pliegues de su burka. Su padre, quien está sentado junto a ella, también rompe a llorar.

Los ancianos de la tribu de Nadia intentaron intervenir, persuadiéndola para que volviera con su maltratador. En lugar de eso, la joven se convirtió en la primera mujer de su familia en pedir el divorcio.

“Dios ha dado derechos a las mujeres y el divorcio es uno de ellos”, afirma. En este momento, trata de separarse legalmente con ayuda del Mecanismo de Subvención de Asistencia Jurídica (LAGF), un proyecto del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) establecido en 2014.

Las estadísticas nacionales son difíciles de encontrar, pero, según el LAGF, aumentó el 12% los casos de divorcio en tres años.

“Las mujeres divorciadas afganas que tienen la posibilidad de empezar una nueva vida se convierten en modelos para otras, mostrando que los matrimonios infelices o con maltrato no tienen por qué ser una condena de por vida”, explica Heather Barr, investigadora de Human Rights Watch.

Vergüenza

Afganistán ha sido un campo de batalla para los derechos de las mujeres desde que el misógino régimen talibán fue expulsado del poder en 2001, pero la paridad de género aún es un sueño distante.

Para los hombres es relativamente fácil iniciar un divorcio, en muchos casos simplemente dando parte verbal de su deseo. Las mujeres, en cambio, deben acudir a los tribunales y solo pueden separarse basándose en quejas específicas como maltrato o abandono.

Conseguir un abogado no es fácil ni siquiera para las que pueden permitírselo: las amenazas de muerte hacia quienes representan a mujeres en casos de divorcio son habituales en el país.

“Dada la dificultad para encontrar defensa, a la corrupción y a la misoginia de los tribunales, y la baja tasa de alfabetización de las mujeres, para muchas el divorcio es casi  imposible”, explica Barr.

Algunas, como Nafisa de 22 años, se encuentran atrapadas en un limbo porque sus maridos se niegan a darles el divorcio.

Tras pasar 11 años prometidos, se casó con ella in absentia. Desde Londres, donde reside, su marido autorizó a la guardia islámica a solemnizar su boda en Jalalabad, pero desde entonces se ha negado a volver a Afganistán para llevarla con él.

Por ello, Nafisa pidió el divorcio. Los hombres de su familia no le permiten hablar; su tío explica, no obstante, que el divorcio ha llevado la “vergüenza” a su familia.

“No arruines tu vida”

Las divorciadas que viven de forma independiente son pocas en Afganistán: generalmente son objeto de suspicacias e intimidaciones.

En ocasiones se les propone una mediación. Durante una en Kabul, organizada por la asociación Women for Afghan Women, reunió a Zahra, de 24 años, su marido y su suegra.

Zahra reprocha a su marido, con el que tiene cuatro hijos, su adicción a las drogas y haber tomado una segunda esposa. Se quiere divorciar. “Se droga delante de nuestro bebé y luego me pega”, afirma.

“No arruines tu vida. Piensa en los niños”, le dice su suegra mientras el marido permanece en silencio durante la discusión.

Zahra se marchó del hogar conyugal y vive en un refugio para mujeres maltratadas, lugares que los más conservadores comparan con un “prostíbulo”.

“Un día, me pegó tanto que fui a ver a mi cuñado y le supliqué que me diera dinero para comprarle droga”, insiste Zahra entre lágrimas. “Vuelve a la casa”, responde su suegra. “No te volverá a pegar”. (I)

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