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La sastrería, un duradero amor por el detalle

La sastrería, un duradero amor por el detalle
04 de diciembre de 2011 - 00:00

Las tijeras devorando telas e hilos, agujas mecanizadas que dan forma a una prenda de vestir, las planchas golpeando mesas para estirar las hechuras... son sonidos que aumentan durante diciembre en las decenas de talleres tradicionales de costura que aún se ven en calles y mercados de Guayaquil.

Pese a que cada vez aumentan las opciones para comprar ropa a través de tiendas y catálogos, la quisquillosidad de algunas personas que no encuentran el diseño que se ajuste a sus requerimientos permite que el trabajo de sastres y costureras se incremente en estas fechas.

Los artesanos de las telas admiten que el oficio no da para enriquecerse, pero permite subsistir cada día. Toca, entonces, aprovechar el mercantilismo que galopa en las últimas semanas del año, cuando muchos piensan en algo nuevo que lucir en reuniones familiares y festejos con seres queridos.

Oficio de generaciones

En el rincón más apartado de su vivienda, ubicada en el callejón Antepara y calle A (atrás del colegio Provincia de Chimborazo) Iraida Quinde, de 30 años de edad, instaló un pequeño taller de costura.

En el lugar, que alquila a sus padres, en medio de telas, mesas con máquinas de coser y algunos muebles sin estrenar, la también ama de casa dedica la mayor parte del día a elaborar vestidos, camisas, pantalones, y remendar una que otra prenda que le llega.

Con 15 años como costurera, Quinde considera que marzo, abril y diciembre son los mejores meses para el oficio. En el primer cuarto de año llegan las solicitudes de uniformes escolares, mientras que en el último mes del calendario la gente tiene afán de ser original con alguna ropa hecha a la medida.

“El trabajo aumenta para esta fecha porque la gente busca algo que estrenar en navidad y año nuevo: ropa de gala, vestidos largos, pantalones de tela... o hasta arreglos, porque a veces compran ropa hecha pero no les queda como quieren”, acota Iraida.

Sus primeros pasos como costurera tuvieron la guía de su madre. “Yo la ayudaba desde que tenía 5 años, pero ya fue de adolescente cuando me decidí a estudiar la profesión en un curso”.

Mientras se dedica a su labor, su pequeña hija de 4 años, Litzie, le solicita un poco de atención. Ser madre de familia también le ha traído jornadas extenuantes, llegando a dormir tan solo 3 horas, lo que progresivamente afectó su salud, tanto en su abdomen como en sus extremidades.

Su esposo, que trabaja como digitador, le ha señalado que lo que saca por las prendas no justifica el esfuerzo ni los gastos en medicinas. Actualmente, Quinde padece un problema de circulación en las piernas, ya que diariamente mueve el pedal de la máquina de coser, mientras se sienta en una pequeña banca de plástico.

Las prendas más caras son solicitadas por las mujeres: vestidos de novia ($ 200) y vestidos sencillos ($ 20). Mientras que las camisas y pantalones para varones apenas cuestan $ 6 y $ 10, respectivamente, valores que no incluyen el costo de la tela.

“Muchas veces no se ha podido complacer a todos y he perdido tiempo y dinero por trabajos devueltos... y más con la gente que me paga con billetes falsos”.

Sus dos pequeñas, procreadas en sus 7 años de matrimonio, ya intentan continuar con el oficio familiar. “Pero todo a su debido tiempo, primero tienen que estudiar”, sentencia Iraida,  quien tuvo que alzar una de sus máquinas,  a punto de ser dañada en un experimento infantil de costura.

4-12-11-sociedad-cosnturerosClientela migrante

Desde las 06:00 Xavier Ronquillo inicia su jornada  en la ciudadela Florida, donde reside, con 3 kilómetros de ejercicio matutino. Luego de desayunar, cerca de las 08:00 sale para  la sastrería que implementó desde hace casi 20 años en la intersección de las calles 4 de Noviembre y Tungurahua, al oeste de Guayaquil.

A partir de las 09:00, Ronquillo comienza a confeccionar, exclusivamente trajes para varones de todas las edades. En la mejor de las semanas llegan a solicitarle 15 trabajos.

El número de pedidos en diciembre, si bien aumenta, no sobresale sustancialmente en comparación con el resto del año. Según Ronquillo, desde hace casi una década “tenemos una fuerte competencia con los comercios de ropa, especialmente en la Bahía, donde la compra al mayoreo que hacen los dueños de los locales hace que los precios sean más  bajos que nuestra mano de obra”. Entre tela y hechura una persona llega a gastar $ 25 por un pantalón; en los locales o venta por catálogo se oferta el mismo producto hasta en $ 15.

Ser sastre es un oficio que llegó por necesidad. Desde su natal Colimes, Ronquillo salió rumbo  a Guayaquil a los 18 años para realizar el servicio militar, pero no alcanzó a viajar con su regimiento. “Me tocó dirigirme a Machala y aprender a elaborar trajes para poder ganarme la vida”, asegura.

En casi 40 años de medir, cortar, coser y planchar, Ronquillo ha sabido mantener conforme a su clientela. “Me ha tocado ver migrar a muchos de mis clientes de varias partes de la ciudad”, acota. Sin embargo, la calidad de su trabajo le ha permitido trascender las fronteras del país, a tal grado que durante el último mes del año los pedidos le llegan desde Europa y Estados Unidos, gracias a los ecuatorianos migrantes.

En un rústico cuaderno, el experimentado sastre conserva en sus páginas al menos un centenar de nombres, con sus respectivas medidas. “Los parientes de los que se fueron me buscan y me dicen que fulano quiere un pantalón y como lo tengo registrado, lo único que toca es hacerlo a la respectiva talla”.

Con la foto del menor de sus 4 hijos como único acompañante en la sastrería, Ronquillo asegura que continuará en el oficio mientras se pueda seguir levantando a caminar 3 kilómetros cada día.

Alternando los oficios

Ángel Morocho, de 56 años, se incorporó como abogado en la Universidad de Guayaquil, en 2007, y la sastrería que administra en la 22 y Venezuela apenas la tiene “para aprovechar la tarde”.

“Este mes es bueno para todos los negocios, no hay excepción, sea sastre, zapatero o lo que sea”, asegura el sastre de medio tiempo, quien solo labora como tal en la tarde debido a que en la mañana se dedica a litigar en el Palacio de Justicia.

No se preocupa demasiado por la competencia que tiene con quienes venden ropa ya hecha, pues los pedidos vespertinos no le faltan y cada día llegan por lo menos tres de ellos, entre hechuras y remiendos. “En este mes es cuando se duplican, pero desde que me dedico a abogado procuro no comprometerme  demasiado”.

A los 15 años Morocho dejó su natal Azuay para buscar otra alternativa laboral en Esmeraldas, que no fuera la ganadería, actividad de su familia en el páramo andino. “No me gustaba”, sentencia. Entre cargar madera y otros “cachuelos” aprendió el arte de elaborar prendas.

A los 23 años estableció su primera sastrería, apenas a una cuadra de donde trabaja actualmente. Entre las herramientas que lo acompañan, junto a telas y libros de códigos legales, existe un elemento del que no piensa deshacerse: la primera de sus máquinas de coser, una que tiene más de 50 años de antigüedad,  “y que aún trabaja bien”, sonríe.

Si tuviese que elegir entre litigar y coser, preferiría, desde luego, las leyes. “Si hubiese tenido el apoyo necesario, hubiese estudiado esa carrera apenas dejé mi hogar”, afirma.

Pero de momento, el oficio de sastre es lo que más réditos económicos le da, entre  vestidos, pantalones y camisas, desde $ 6 hasta $ 20. “Sin la sastrería no hubiese podido sacar adelante a mi familia ni estudiar la carrera que siempre quise... como quiera que sea, le debo mucho y le seguiré debiendo”.

Formando microempresas

En el Suburbio Oeste, en la 37 y Maracaibo, la familia de Mery Morales tiene establecido un pequeño taller de costura donde con 10 máquinas surte pedidos para empresas, instituciones y planteles, tanto públicos como  privados.

A diferencia de la mayoría de los casos de este oficio, diciembre es el mes que menos ganancia genera al negocio de Morales. “Los  pedidos son mucho menos que otros meses, ya se piensa solo en ropa casual y no en la laboral”, comenta Mery Campoverde, la hija de la creadora de la microempresa.

Actualmente, la madre  se recupera de una operación de peritonitis realizada hace quince días. “Este trabajo, con eso de estar sentada casi todo el día, va causando dolencias que no se detectan hasta cuando ya es muy tarde”, asegura.

La pequeña empresa de costura se instaló en un principio dentro de una las habitaciones del hogar de Morales, donde se cosían vestidos. Con las ganancias que generó, se invirtió en una nueva planta donde funciona Metaprin, el negocio familiar desde hace más de 10 años.

“Mi mamá se ha dedicado toda la vida a este oficio y lo que yo aprendí fue gracias a ella”, asevera  Morales. Debido a la disminución de los pedidos, solo 3 máquinas de coser están operativas. La ubicación de los artefactos es tan funcional que las costureras no necesitan levantarse para pasarse las prendas.

Con el talento propio de un basquetbolista, lanzan las telas hacia pequeños cajones ubicados cerca de sus compañeras, para agilitar el trabajo de terminar chalecos, overoles y uniformes.

Mery considera que, como cualquier negocio, hay que saber dedicarle tiempo y sacar provecho de las temporadas. “Cuando mi madre solo se dedicaba a modista, desde luego que diciembre era el mejor mes”.

El oficio de sastre, según sus fieles seguidores, no desaparecerá tan fácilmente, porque siempre habrá la  necesidad creativa  por una prenda a la medida o, como ocurre en los últimos 31 días del año,  sencillamente lucirse ante la familia y amistades.

El trabajo bien hecho es la mejor publicidad para los sastres y costureras, quienes, con los ingresos de diciembre,  irán seguramente a darse gusto en  su más tenaz competencia: las tiendas de ropa.

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