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Bella, una madre que adoptó a los hijos de trabajadoras sexuales

Bella, una madre que  adoptó a los hijos de trabajadoras sexuales
07 de marzo de 2012 - 00:00

“Las mamás de los niños son trabajadoras de la calle; al más chiquito me lo regalaron, a la niña primero me pagaban para cuidarla, pero como pasa tanto tiempo conmigo, nos encariñamos y ahora me dice mamá”.

Bella  trabaja como asistente doméstica, tiene 51 años y siete hijos. Dos son adoptados. Ella no los buscó. “Siempre me han gustado los bebés, son cariñosos conmigo, prefiero cuidarlos a ellos y a los viejitos”, expresa  esta  mujer de palabra serena y meticulosos modales.

Todos los días, al caer la tarde, Bella  llega hasta su casa ubicada en el suburbio. Los jóvenes del barrio patean una pelota afuera de su casa cuando dan las siete. También cierran la calle, frente a la puerta, que ella mantiene abierta al iniciar  la noche.

La mujer deja la cartera en el sofá rojo, sale de la casa y recoge a sus dos niños. Durante el día, mientras  está fuera, su  hija biológica, que tiene 30 años, los cuida. “La bebé no sabe en qué trabaja la mamá”, susurra Bella,  mientras le prepara algo de comer a Miguel.

A Gabriela se la dieron cuando tenía tres meses de nacida. “Me la dejaban y yo la cuidaba, llegue a encariñarme mucho con ella”, repite, sonriendo tímidamente.

Sus cinco hijos mayores y su esposo  aceptaron la adopción de Miguel. Para el niño, su madre es la mujer que lo ha cuidado desde que nació. “Estoy haciendo todos los trámites para que   sea parte de mi familia con todas las de ley”.
Pero  primero llegó Gabriela: “Hace nueve años, yo vivía a dos cuadras de aquí y  en el segundo piso de esa casa  estaba una señora que trabajaba en la calle. Ella me pagaba para que  cuidara a Gabriela, que entonces tenía tres meses de nacida”, recuerda.

Ahora la niña vive entre la casa de Bella y la de su otra madre. “Tiene dos hogares”. Al varón se lo “regalaron a los cuatro meses”, dice.

“La mamá de la niña conoció a la señora que tuvo a Miguel, que también es una mujer de la vida, y le dijo que a mí me gustaba cuidar niños, así que me lo dejó a cargo”.

Bella está consciente de que las madres biológicas  de sus hijos tienen vidas complicadas: “El papá del bebé no lo reconoció, aunque es igualito a él”.

La madre adoptiva no se cansa de besar al niño cuando llega del trabajo; Agarra un oso de peluche más alto y ancho que Miguel y sosteniéndolo en brazos se acurruca en la silla con él.

Gabriela le ayuda bañándolo, mientras ella cuenta su historia sentada en el comedor: “Ya mis hijos estaban grandes cuando ellos llegaron a mí; tienen su vida hecha cada uno... Estos niños, ahora, son una inmensa alegría para mí”, se conmueve.

Su esposo, desde que  aceptó la adopción,  cuida a los niños como si fueran hijos suyos. “Calitos, calitos, onde está calitos”, repite Miguel mientras termina de comer, preguntando por el hijo de su “mamá”, que llegó hace pocos minutos a la casa.

Obviamente Bella no cree que la maternidad venga dada por un acto biológico, aunque algunas sorpresas se ha llevado con la naturaleza: “Cuando me dejaron a Miguel, él intentaba tomar leche del seno y se metía en mi blusa, no sé como, pero me terminó saliendo leche y le di de lactar, los pechos se me llenaron”, recuerda,  y vuelve a sonreír.

“A veces duermo aquí o me regreso de noche a mi otra casa, si quiero”, interrumpe, avispada,  la niña.
Son las ocho y los jugadores de índor se han ido. Miguel sale en su carrito de plástico a conducir por la vereda. “De aquí lo veo”, suelta Bella, con la mirada fija en el recorrido del juguete, “desde aquí lo cuido”.

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