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Techo, plato caliente y afecto para adolescentes migrantes

Techo, plato caliente y afecto para adolescentes migrantes
Fotos: Paula Mónaco Felipe
31 de julio de 2016 - 00:00 - Paula Mónaco Felipe, corresponsal en México

Son cuatro muchachos y dos muchachas dentro de un cuarto con unas pocas camas improvisadas, catres que tienen cobijas encima. Ellos están en un rincón y se acomodan en el piso; ellas en el lado opuesto, sobre los catres. No se conocían pero pasan horas juntos mientras cada quien decide por dónde seguirá su ruta; conviven en el nuevo albergue que el sacerdote Alejandro Solalinde abrió en la capital mexicana, el primero que recibe exclusivamente a jóvenes y adolescentes migrantes.

Gladys es platicadora, tiene piel morena y ojos azabache. Con prensas de colores adorna su largo cabello negro, su aspecto de niña contrasta con la seguridad de una madre experimentada que parió por primera vez apenas pasados sus 15 años.

Ahora tiene 24 años y sus hijos ocho y seis. “Son dos varones preciosos que me llaman por teléfono y me dicen ‘mamá te amamos, mamá te extrañamos’   -respira hondo y deja de sonreír-. Es doloroso para mí, ayer tenía ganas de irme de regreso porque el más pequeño tuvo un accidente doméstico, se cayó y se fracturó una costilla”.

Gladys lleva un mes y diez días fuera de su país, Honduras, y no es la primera vez que intenta migrar. Huye en busca de trabajo con buen sueldo porque el lugar en donde creció le representa ahora un terreno estéril de violencia y pobreza, un futuro imposible.

¿Vas hacia Estados Unidos? pregunto.

A Monterrey (en el norte de México). Ahí deseo llegar para ayudarles a mis hijos y juntar dinero para regresar a la graduación del pequeño; cuando se graduó el grande pude regresar. El recuerdo se hace sonrisa. Se nota la satisfacción que siente por elegir su propio destino, algo que para muchos jóvenes parece natural y para ella representa un triunfo.

Junto a Gladys está Nuris, una muchacha de cabello casi rojizo y pecas en el rostro. Extrovertida, platica y se mueve con seguridad. Disfruta posar para fotografías y anima a los demás para que se dejen retratar.

-¡Yo soy madre de dos niños tan bellos! –exclama-. La niña tiene cuatro años y el niño uno y medio.

-Madre no es la que los tiene sino la que los cría- replica uno de los muchachos y Nuris suelta una catarata de palabras en su defensa. Eleva el tono mientras Gladys se suma a la discusión sobre maternidad y migración, acerca de huir a otro país y dejar a sus hijos encargados. Ninguna de las muchachas permite que duden de su calidad como madres; aguerridas, levantan la voz con autoridad. “¡Tú no sabes nada de la vida, nada! ¿Quién eres tú para juzgarme?” –acusa Nuris mientras gesticula- “¡Stop! ¡Stop!” y su firmeza termina con el debate.

Detrás de los muchachos hay dos televisores que llegaron en donación y una cartulina blanca con algunas palabras en inglés, resabios de una clase que dictan voluntarios para que tengan más herramientas por si logran llegar a Estados Unidos.

En un rincón se acurruca Leonel, tímido pero atento a la conversación. Tiene 22 años y proviene de El Salvador al igual que José, el más silencioso, un muchacho de 16 años que ya es papá. Danny, de 20, es parco hasta que su rostro se transforma con una sonrisota, después de una broma punzante.

Jesús tiene 18 años y sobre su origen responde: “Soy de Honduras… lastimosamente”. Usa gorra de lado, pantalones de jean y zapatillas coloridas. Entre sus manos tiene una estampita de la Virgen de Guadalupe, uno de los recuerdos que se llevará porque acaban de visitar la basílica: el padre Solalinde los llevó de excursión por ese templo y calles del centro histórico de esta gran ciudad, una de las más pobladas del mundo.

Algunos minutos atrás, unos quince muchachos y muchachas llegaron sonrientes. Con ellos el bullicio ocupó la amplia casa que se ha transformado en el albergue Adolescentes en el camino.

-¡Llegó la mesa! Está muy bonita. ¿Hay alguna otra novedad?”- dijo el sacerdote al entrar de regreso.

-La representante vecinal trajo una donación de pollo – le informaron los jovencitos que coordinan el funcionamiento (Samantha, Paola, Bayron y Marvin).

Alejandro Solalinde tiene 71 años. Es sacerdote católico y activista en defensa de migrantes. Fundó y dirige el albergue Hermanos en el camino que desde el año 2007 funciona en Ixtepec, Oaxaca; también la Pastoral de Movilidad Humana Pacífico Sur que depende del Episcopado Mexicano.

La suya es una voz crítica –e incómoda- para la jerarquía católica, el poder político y las redes criminales. Seguido denuncia a quienes lucran con migrantes o participan en negocios de trata de personas y venta de órganos. Con la misma frecuencia recibe amenazas y por eso en el año 2012 tuvo que exiliarse fuera del país. Al retornar, lejos de atemperarse, con más ímpetu señaló a la clase política y al Partido Revolucionario Institucional (PRI), que recuperaba entonces el gobierno por vía del presidente Enrique Peña Nieto.

Solalinde ha recibido varios premios, entre ellos el Nacional de Derechos Humanos (2012). Sin embargo sabe que su vida sigue en riesgo y por eso nunca anda solo: como si fueran su sombra le acompañan Salomé y Raúl, dos guardaespaldas afectuosos que a cada rato completan las frases del sacerdote.

Un infierno para los migrantes

México se ha convertido en un infierno para los migrantes. Grupos del crimen organizado los extorsionan, secuestran, violan y asesinan en dimensiones que ni siquiera se conocen a detalle porque no existe registro oficial (se estiman decenas de miles de desaparecidos desde el año 2007). Pero también las autoridades mexicanas complican su tránsito y llegan a perseguirlos con políticas de cacería como el “Programa Frontera Sur”, según denuncias de organizaciones no gubernamentales como Fundar, WOLA y Sin Fronteras.   

Lo opuesto hacen algunos grupos de sacerdotes y fieles católicos, quienes les ayudan con refugio, comida y respaldo moral. No son muchos religiosos sino un puñado de voces críticas, varias de las cuales han sido retratadas por el periodista Emiliano Ruiz Parra en su libro Ovejas negras. Rebeldes de la Iglesia Mexicana en el siglo XXI (Océano, 2012).

Algunos ejemplos: la Casa del Migrante de Saltillo, Coahuila, que encabeza el obispo Raúl Vera, y en el otro extremo del territorio, en el sureño Tabasco, La 72 a cargo de Fray Tomás. En Oaxaca, Solalinde dirige Hermanos en el camino donde ha recibido a más de 20.000 personas entre hondureños, salvadoreños, guatemaltecos, ecuatorianos y ciudadanos del mundo. Su trabajo es reconocido a nivel internacional y el albergue cuenta incluso con un área patrocinada por Acnur, la agencia para refugiados de Naciones Unidas.

Solventa gastos con donaciones que él mismo gestiona y explica que de igual forma logró abrir Adolescentes en el camino, “porque es la población que más está llegando”. Lo ratifican datos de la Unicef, que ha documentado un aumento del 333% en la población de niños, niñas y adolescentes que atraviesan México sin compañía de adultos, durante el periodo 2013-2015.

Sentado junto a la mesa que acaban de regalarle, Solalinde cuenta a EL TELÉGRAFO que dos semanas atrás alistaba la llegada de 20 muchachas y muchachos que serían los primeros huéspedes del nuevo albergue “pero al día siguiente ya eran 40 y al otro sumaban 50. Finalmente salimos con 50 jovencitos y cuando llevábamos una hora de camino nos hablaron para avisarnos que ya habían llegado más”.

Así como siempre ha defendido que los migrantes deberían ser considerados héroes en lugar de infractores porque son los verdaderos agentes de cambio, por estos tiempos el padre Solalinde destaca las virtudes de los más jóvenes.

Reconoce que la adolescencia “es una edad muy difícil” pero en el caso de los migrantes “son responsables. Comparados con otros niños, son más maduros”. Quienes hoy se juegan la vida al atravesar México por tierra ya templaron su carácter en una infancia de pobreza, violencias y paternidades precoces. “Son muy especiales –insiste el cura y activista-. Los adolescentes migrantes tienen gran capacidad de adaptación y la verdad es que son todo terreno”.

Enseguida se agobia al recordar que los cambios de humor de los adolescentes implican constantes modificaciones a sus planes migratorios: respira aliviado cada vez que dicen ‘nos quedamos’; se preocupa cuando de improviso le notifican ‘nos vamos’.

“Es un triunfo que 19 del primer grupo se hayan quedado aquí durante dos semanas. De los 50 que trajimos, la mitad quería irse al primer día. Es preocupante porque la frontera está sellada, ¡sellada!”, insiste y explica: “Tamaulipas y Coahuila son peligrosísimos: secuestran y reclutan para cárteles que se están quedando sin gente. Sonora colinda con Arizona (Estados Unidos) y es muy peligroso por el clima extremo pero además la migración norteamericana tiene drones con sensores que detectan a los grupos y personas. Ellos actúan de ‘ya te vi pero te dejo’, no les importa si se mueren antes de cruzar la frontera, pero si llegan al otro lado los regresan y la deportación es punitiva”.

Alejandro Solalinde conoce a detalle la situación en cada cruce fronterizo, está mejor informado que muchos gobernantes de turno. Opina que poco cambiará si Donald Trump es elegido presidente de Estados Unidos: “Por más muros que ponga Trump, el que dice quién pasa y quién no es el crimen organizado”, dijo al portal Sin embargo.mx.

Suena uno de los teléfonos que usa el sacerdote. Quien llama es Óscar, un muchacho hondureño de 19 años que un par de días atrás dormía en el albergue de la Ciudad de México. “¡Ya llegaron a Mexicali!     –exclama asombrado porque hay 2.597 kilómetros de distancia-. Cuelga, hijo, cuelga y yo te llamo para que no gastes”.

De inmediato regresa la llamada: “¿Quién está contigo? ¿Con quién piensas pasar”, pregunta y le advierte que el cruce es difícil pero más riesgoso todavía es moverse en soledad. Le recomienda recuperar energía antes de adentrarse en la hazaña de atravesar el desierto y le informa que en esa zona existe un refugio llamado Hotel Migrante: “llega ahí para que te protejan. Pide hablar con el obispo Isidro, dile que vas de mi parte. Le voy a llamar para avisarle”.  

Entre consejos y bendiciones pone fin a la llamada. “No va a ser fácil, no va a ser fácil”, repite y sigue pensando cómo ayudar a Óscar desde el otro extremo del país. (I) 

La xenofobia hacia los extranjeros en tránsito es una reacción constante

El sacerdote católico mexicano Alejandro Solalinde es una voz crítica para la jerarquía católica, el poder político y las redes criminales en su país.    

“Es la primera vez que en la Ciudad de México se arma una casa mixta, de puertas abiertas y para adolescentes”, remarca orgulloso Alejandro Solalinde al referirse al nuevo albergue Adolescentes en el camino. Logró instalarla en la calle Axopilco, número 5, colonia El Recreo, en el barrio de obreros que es la delegación Azcapotzalco. Sin embargo, las reacciones de los vecinos son diversas: algunos llevan donaciones y otros rechazan la presencia de los migrantes.

Solalinde resume que “la opinión de la comunidad está polarizada” y realiza un recuento de situación: “quienes nos pusieron más cruces fueron las autoridades federales; el párroco es indiferente y el obispo también; algunos vecinos protestaron, pero justo ellos no nacieron aquí, también migraron hace décadas, ¡todos somos migrantes!”.

La desconfianza y xenofobia hacia los extranjeros en tránsito ha sido una reacción constante en cuanto albergue se instala en el país. Seguido hay ciudadanos que piden se cierren o muden porque los consideran ‘peligrosos’.

“El rechazo me duele, siempre me ha dolido. Me duele por los de aquí (migrantes) y también por ellos (vecinos), porque las instituciones no los forman, la Iglesia Católica forma más a clientes que a cristianos”, dice con su habitual frontalidad. “Sin embargo, he aprendido que Dios nos ayuda y ellos tarde o temprano van a entender…o se van a callar”.

Recuerda que en Ixtepec “fue peor. Nos insultaban, nos golpearon, dos veces me mandaron a la cárcel y hasta intentaron quemar el albergue. Fue duro”. Cambia el semblante y dedica su fuerza a mejorar la situación, comenta que está convocando a reuniones para fortalecer el nuevo albergue.

-Cuando se habla de migrantes se piensa en algunas provincias y en el tren La Bestia, muchos creen que no pasan por la capital – digo.

-Pasan, pero nadie se daba cuenta. Ahora hasta tienen domicilio–, responde con satisfacción.

Se despide con abrazos el guardián de esta casa que en la puerta tiene un cartel de cartulina verde. Coloreado con marcadores dice ‘Bienvenidos a la casa de todos’. (I)

Bayron emigró de su natal Honduras en busca de paz y tranquilidad 

En un muro de la cocina hay sartenes, cucharones y varios utensilios colgados. Brillan, están perfectamente lavados. Sobre el fuego de una estufa tipo industrial, una gran olla hierve con frijoles dentro y otra también suena a borbotones: adentro se cocinan varios kilos de arroz.

Las cuida Bayron, un joven de carácter tranquilo y mirada dulce. Tiene 24 años de edad. Nació en Honduras y a sus 17 emigró por primera vez a Estados Unidos. Logró llegar y tiempo después lo deportaron, pero no quiso quedarse en su país “por la delincuencia, allá no se puede vivir tranquilo”.

En su segundo intento decidió establecerse en México para sumarse a los albergues que ayudan a inmigrantes. “Es un trabajo pero también encontré mi razón de seguir viviendo. Los albergues sirven muchísimo, son un gran apoyo porque dan ropa, medicamentos, ¡ayuda!”, remarca y repite esa palabra. Es que un plato caliente puede ser mucho más que alimento en el solitario camino del migrante; la compañía es un bien valioso y dormir tranquilo un alivio difícil de transmitir cuando afuera hay lugares desconocidos, minados de riesgo.

Bayron recuerda que en su primera partida prácticamente no había casas de refugio. Ahora disfruta de recibir a otros jovencitos en esta casa amplia rodeada por dos grandes patios. En uno hay plantas recién podadas y en el otro varias pelotas, evidencia de que seguido se arman partidos de fútbol. En el pasillo principal instalaron una biblioteca bastante nutrida; los cuartos se ven ordenados y en general es notable la pulcritud, todo se ve muy limpio.

Cuando llegaron los primeros 50 adolescentes, “esa primera noche, nos acomodamos como se podía”, recuerda Bayron, quien a veces se nombra a sí mismo como migrante y otras asume su rol de activista. Cuenta que ahora su prioridad son los demás, a quienes llama “huéspedes”, y se esfuerza por darles un trato digno: “algunos llegan huyendo de pandillas, otros quieren trabajar en Estados Unidos. La verdad, los atendemos con mucho gusto”.

El proyecto incluye atención interdisciplinaria que está organizándose con respaldo de algunas instituciones públicas, organizaciones sociales y ciudadanos solidarios. Al igual que ocurre en Ixtepec y otros albergues, aquí planean verificar el estado de salud de los migrantes, ofrecerles atención médica y psicológica, también asesorarlos a nivel educativo y ayudarles a definir su programa de vida.

Dos muchachitos se suman a la plática. Braian, un hondureño delgado y moreno, escucha más de lo que habla. Leonel, salvadoreño que usa gorra negra al estilo béisbol, cuenta que “en el tren (La Bestia) te roban y te golpean”. Le pregunto si no le parece demasiado peligroso atravesar México en tiempos de cárteles sin control, en medio de una guerra no declarada que ha dejado más de 150.000 muertos y decenas de miles de desaparecidos en menos de diez años. Responde tajante: “Para muchos centroamericanos es peor quedarnos allá que arriesgarnos a venir”. (I)

Datos

Alejandro Solalinde Guerra nació el 19 de marzo de 1945 en Texcoco, estado de México, y desde hace más de una década se dedica a apoyar a los migrantes que cruzan la frontera sur del país en su camino a Estados Unidos.

Durante más de 30 años se desempeñó como jefe de parroquia en varias iglesias del país tras ser ordenado sacerdote.

Es licenciado en Historia por la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM), tiene una licenciatura en Psicología.     

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