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'Brother' Fernández: la luz

 La madrugada del pasado 25 de septiembre, el bote en que viajaba José Fernández, deportista de 24 años, se estrelló de manera violenta contra un rompeolas en el sur de Miami Beach.
La madrugada del pasado 25 de septiembre, el bote en que viajaba José Fernández, deportista de 24 años, se estrelló de manera violenta contra un rompeolas en el sur de Miami Beach.
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Los reportes de prensa son obvios y caprichosamente simbólicos. Se dice que la mezcla explosiva de oscuridad y velocidad conllevó al accidente, o que el fuerte contraste entre la luz interior del bote de 32 pies      (9,75 m) y la negrura cerrada del mar provocó la ceguera de José Fernández y sus 2 amigos, estrellados a las 3:00 de la madrugada del domingo 25 de septiembre contra la línea artificial de rocas que delimita el canal de entrada a Miami Beach.

Si así fue, y no parece que haya sido de otra manera, José Fernández ya se había quedado momentáneamente ciego segundos antes de perder la visión para siempre, y empató una cosa con otra, lo que significa que hay un instante en que la muerte ocurre como todo lo demás en el universo, como que hay un momento en que el muerto no sabe todavía que lo está.

Es preferible, por él, no por nosotros, que Fernández no haya sabido nunca, ni por un segundo, que se iba a morir.

Hace 10 años, emigrando de Cuba en balsa, se lanzó al mar para salvar un cuerpo, que resultó ser el de su madre.

Se entiende que luego la circunstancia de la muerte, cualquiera que esta fuere, estuviese por debajo de un chispazo de vida, de resistencia, de resurrección tan absoluta.

El lunes 26 de septiembre, todos los integrantes de los Marlins jugaron, si es que en realidad lo hicieron, con el número 16 en las espaldas, la camiseta de Fernández.

Muchos equipos, tanto en Cuba como en Miami, incluso con jugadores mezclados de ambos clubes, algo que casi nunca ocurre, se habrían podido formar si hubiesen repartido camisetas.

Tenía 24 años, y tanto en tan poco. Era ya uno de los pitchers más importantes de las Mayores, y no resulta descabellado suponer que se convirtiera también en el pitcher (lanzador) cubano más grande de todos los tiempos. ¿Qué significa eso? ¿Qué había y ya no habrá?

El box es justamente el círculo de muerte en un terreno de pelota. Ese punto ciego, el foso del montículo, determina la calidad y la libre circulación de la vida que luego se va a desplegar sobre la grama y el outfield. Naturalmente, no hay en el béisbol ningún artista equiparable al pitcher, ni nadie que acumule tanta responsabilidad.

No hay tampoco dentro de los deportes colectivos ninguna figura individual que marque un ritmo tan exclusivo y arbitrariamente opuesto de la disciplina a la que pertenece, salvo el portero en el fútbol, una posición que está en las antípodas del pitcher. Primero porque es todo pasividad y, segundo, porque es la degradación del fútbol como dinámica, el apéndice, mientras que el pitcher es la sublimación del béisbol, su motor.

El béisbol, en conjunto, responde a una frecuencia dramática, y el lanzador a otra, con plazos más distendidos, pero con actuaciones más intensas, justo como la muerte. El béisbol se juega a diario durante la temporada y el pitcher abridor solo puede o debe participar cada 5 o 6 días.  

El resto de los jugadores participa siempre, pero a cuenta gotas, y el pitcher, si lo hace, lo hace en todo momento. El pitcher no escurre sobre el terreno, sino que se descerraja. La velocidad en los lanzamientos de Fernández era la velocidad que, a partir de cierta cantidad de millas, se vuelve oscura y los bateadores no ven. Para que la velocidad se vuelva oscura, tiene que contar con un plus cualitativo, que es la inteligencia, en qué lugar esa velocidad va a ser puesta.

Todo tiene que ver con rincones. Hay recovecos, en el cuadrante que va de las rodillas del cátcher al mentón, que solo una porción ínfima de lanzadores pueden vislumbrar y que Fernández, por supuesto, vislumbraba.

No parece, por otra parte, que esos recovecos, esas zonas inextricables, existan con anterioridad, sino que son creadas en el momento por esos mismos lanzadores. Los pitchers distintos —y Fernández, por supuesto, lo era— dibujan en cada presentación su zona de strike. La enseñan, la exponen, y luego la borran. La zona de strike es un óleo en el aire, trazo sobre trazo durante 9 innings. Hoy la ves y mañana no la ves.

Lo que hacía que Fernández llenara el Marlins Park como no podía llenarlo nadie —ni Giancarlos Stanton, ni Ichiro Suzuki— era que la gente iba a ver algo que solo podía ser visto esa noche, y que en muchos otros lugares no abundaba.

A los bateadores uno puede disfrutarlos siempre, pero a los pitchers no. Son veladamente aristócratas. Cualquiera que haya visto a un pitcher dominar a su antojo un juego de béisbol, como Fernández hacía con increíble frecuencia, sabe que no hay espectáculo más meritorio ni más selecto ni, en alguna medida, más intraducible que ese, la espartana elegancia de los lanzadores, el fuego a discreción. Fernández solía ponchar a más de 10 por juego.

Tenía la slider —que es un lanzamiento malformado, con una joroba en la cerviz— atada a cierta cuerda que a última hora volvía a recoger. No era un envío que soltara del todo, sino que de alguna manera siempre estaba enredado en sus dedos.

Su edad es como la slider, de la que uno parte, para recorrer todo lo que Fernández era, pero a la que vuelve, independientemente de lo que Fernández haya sido. Tenía 24 años. Apenas. No hace falta saber nada más. Todo lo que hizo está hecho para que sepamos lo que es más difícil de admitir, que tenía 24 años.

Esa vorágine confusa explica por qué algunos hemos soñado con él, o por qué no se nos va de la cabeza, o por qué resultó ser terriblemente más cercano e íntimo de lo que supusimos.

Días después, la muerte de José Fernández sigue sucediendo. Como todas las cosas que transcurren, tal parece que se va a acabar, y que en algún momento Fernández se va a dejar de morir.

Pero Fernández no se va a dejar de morir, sino que se va a seguir muriendo, y en algún momento su muerte dejará de suceder.

El simbolismo del accidente es perfecto. Un bote, repleto de luz interior, que va en medio de la negrura cerrada, cegado por el contraste y la velocidad. Eso somos. La claridad de adentro, la penumbra de afuera. Hasta que chocamos. (D)

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