La obra del escritor Jorge Icaza, El Chulla Romero y Flores, a decir de varios cronistas de Quito, no le hace mucho favor al quiteño.

No lo hace, porque el chulla Romero y Flores podría considerarse el antichulla. Aunque él, Jorge Icaza, fue quiteño, quizá, sin intuirlo, le hizo un daño al chulla, porque, como advierte Fernando Jurado, genealogista y psiquiatra, ejemplificó al mal chulla, el chulla perverso.

En realidad, el chulla era, con todos sus defectos, un ser noble. En realidad fue un personaje típico surgido a fines del siglo XIX, en un Ecuador que comenzaba a dejar la bonanza que le había traído el cacao, bonanza que posibilitó el surgimiento de una clase media urbana que pronto vio que no tenía todas las posibilidades que veía a su alcance. El chulla quiteño se convirtió en el ejemplo del querer y no poder, y de no resignarse a perder posición.

Para muchos, fue el prototipo de la vieja ciudad y su originalidad era su rasgo más característico. Hay quienes lo describen como bohemio, con un sentido del humor que pocos podían igualar y, por supuesto, un buen conversador. Si bien tenía muchas virtudes, como ser amable al extremo, también era incumplido, quizás, porque al igual que muchos habitantes de la capital de esa época, se acostumbró a vivir sin apuro. El chulla quiteño, como se lo describe en varios documentos históricos, era un fabulador. Este personaje, de alguna manera, reafirmó la identidad del quiteño. Identidad que se vería alimentada siempre por los aportes de quienes también llegaban de otras provincias.