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La zona del sur espera al menos 4.000 visitantes en 8 días

Donde florecen los guayacanes, la vida se torna amarilla (Galería)

Estar frente a un árbol de Guayacán es como si un amplio paraguas amarillo literalmente nos iluminara. Foto: cortesía de click-uio
Estar frente a un árbol de Guayacán es como si un amplio paraguas amarillo literalmente nos iluminara. Foto: cortesía de click-uio
29 de enero de 2015 - 00:00 - MIlvia León T.

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Emprender viaje para ver el florecimiento de los guayacanes de por sí suena fantástico. Y algo iluso, también. Después de verlos con los propios ojos, lo que realmente impresiona es que un bosque (40 hectáreas) florezca en medio de un paraje profundamente marrón y agreste, y que lo haga por unos cuantos días, como pasando de otoño a primavera sin respiro. Eso es lo increíble.

Cerca de las 20:00 Santa Rosa (Machala) nos recibe con 27 grados de temperatura. Del avión bajan medio centenar de visitantes de los cuales un tercio parece haber decidido iniciar la búsqueda de los guayacanes desde este lado del país -una hora menos- que viajando desde la ciudad de Loja. Nosotras vamos por el auto que nos llevará a Puerto Bolívar, la primera de varias paradas que nos esperan hasta llegar a Mangahurco, una de las parroquias de Loja.

Bosque de Puyango, imperdible

Llevamos 90 minutos de viaje hacia Arenillas, cuando el clásico paisaje de verde banano de a poco da paso a la vegetación típica de la cordillera.

La carretera señala el kilómetro 580 y el rótulo anuncia que estamos cerca del bosque seco de Puyango. Si el ánimo y el tiempo acompañan conviene no perderse la visita al bosque. Tomada la decisión, lo mejor es cargar energías con un seco de gallina de doña Sonia Jaramillo.

Al bosque petrificado de Puyango se accede en auto y también a pie. Una vez dentro, nos decidimos por el Sendero del Perruno: dura 45 minutos y alberga a los petrinos gigantes, árboles centenarios que conviven con otros fósiles petrificados frente a los cuales no hay comparación posible, pues cargan sobre sí millones de años de existencia. Están ahí para recordarnos que la zona de Puyango fue alguna vez parte de un mar  y que movimientos geológicos de la corteza terrestre permitieron que esos fósiles salieran a la superficie.

Mangahurco a la vista

Hace 2 horas que dejamos el bosque. Nuestros ojos están repletos de vegetación verde y marrón, que  deja ver el largo trayecto de polvo y algo de lodo que lleva a Mangahurco, en plena frontera con Perú. De pronto en una de las curvas avistamos a lo lejos un bosque de árboles verdes y otros tantos amarillos. Es Cazaderos, otra de las parroquias de Zapotillo que también alberga guayacanes.

La prolongada curva no da tiempo para regresar a ver lo que sigue, entonces el auto frena a raya: el primer guayacán repleto de flores amarillas nos deja sin palabras. Nos recibe solo, en silencio, al borde del camino.

Las notas de prensa auguran alrededor de 4 mil visitantes en 8 días. Hasta aquí, en la ruta hemos visto ciclistas, parejas, familias y viajeros en solitario que vienen de Loja, Guayaquil, Cuenca, Machala y Quito. Unos se quedarán en la UPC de la localidad, otros en las casas de los mangahurcanos y algunos acampando cerca del bosque.

En 10 minutos llegamos al pie de los árboles. Mientras unos apenas han empezado a cargarse de flores, de otros ya se han desprendido muchas de ellas. Ha florecido apenas un tercio de los árboles. Allí se siente como si un amplio paraguas amarillo literalmente nos iluminara.

De vuelta a la plaza central, las bicicletas de alquiler, la venta de comida y los músicos ensayando nos dicen que el pueblo está organizado y algo nervioso. “Nunca vinieron tantos extranjeros juntos acá”, dice Elizabeth Correa (34 años), que aunque hoy vive en Loja tiene a sus padres en Mangahurco. “Para nosotros el florecimiento anunció siempre la llegada del invierno. Cuando era niña, veíamos con paciencia el florecimiento y esperábamos a que se cayeran solitas las flores. Entonces las recogíamos y se las dábamos a las cabras. Eran buenas para que se pusieran en celo”.    

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