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Yolanda Cabrera aún prepara la antigua bebida de los caranquis

El modesto local se convirtió en un lugar infaltable para los otavaleños porque tenían su chicha, acompañada por tortillas de papa, mote y fritada.
El modesto local se convirtió en un lugar infaltable para los otavaleños porque tenían su chicha, acompañada por tortillas de papa, mote y fritada.
Foto: Juan Carlos Morales
07 de mayo de 2016 - 00:00 - Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

Frente al mar están las mujeres. Son sacerdotisas en un ritual del maíz. Hace varias generaciones han logrado domesticar este grano que llegó desde la selva o de otros mares lejanos. Llevan en sus cuellos y en su cintura unas figurillas de exuberantes atributos femeninos, que reflejan la fertilidad o ritos de pasaje, como refiere Pedro Porras. Con el tiempo, la primera cerámica de América, de 4.500 años antes de Nuestra Era, pasó a llamarse Venus de Valdivia, con su infinidad de arreglos de cabelleras hechas de arcilla en una época, como dicen los expertos, probablemente matriarcal.

El maíz, domesticado hace 8.500 años, según algunos en la Península de Santa Elena y según otros en Mesoamérica, con el tiempo viaja a las montañas. Por eso, desde el centro ceremonial de las tolas, los caranquis agradecen al más sabio de los montes, el dios Taita Imbabura, por el prodigio de las cosechas de maíz. Hay fiesta en el aire y los danzantes llegan al sonido de los pututus (strombus), ocarinas y rondadores.

Desde hace miles de años —de mano en mano— han domesticado al maíz, y ese colorido esplendor está presente un poco más lejos, en el mercado o tiánguez, en el sector de Salinas. Un mindalae o comerciante camina por entre los sitios dispuestos y le ofrecen chicha, elaborada con semillas diversas que cada familia cultiva y selecciona con esmero. Para Juan Martínez Borrero, en el libro Sara Llakta (Tierra del maíz), el control de la producción de variedades de maíz para chicha, generalmente con granos de colores que añaden elementos simbólicos, posibilita a los curacas movilizar el trabajo. Paul Golstein lo ha resumido: “Caracterizado por la fácil conversión del excedente de granos en bebida, de la bebida en trabajo comunitario y el trabajo el prestigio individual, los festejos posibilitan el surgimiento de la desigualdad social. En tanto los más ricos o más poderosos grupos corporativos promueven fiestas con más y más chicha, cada vez menos participantes pueden sostener la carga de la responsabilidad”.

Y con chicha de maíz se levantaron las 5 mil tolas caranquis, en un territorio desde el Valle del Chota hasta Guayllabamba desde el 500 al 1.500 de Nuestra Era, en los llamados señoríos étnicos, aunque algunos creen que esta bebida de los dioses la trajeron los incas en el siglo XVI. En Perú la chicha es de jora, (en lengua quechua Aqha) y es de uno de los 7 granos; en Ecuador el yamor es de chulpi, maíz negro, blanco, amarillo, canguil, morocho y jora (fermentado).

Como sea, la chicha del yamor estaba presente en las antiguas fiestas de la Virgen de Monserrate en Otavalo, en la primera mitad del siglo XX. Era el encuentro de los jóvenes estudiantes que volvían de vacaciones al terruño. Con el tiempo, esta tradición estaba por extinguirse hasta que una mujer “en la peor esquina de Otavalo” conservó su secreto, a base de 7 granos de maíz. Se trata de Yolanda Cabrera Rodríguez, del barrio Punyaro. Ella también tiene su historia personal.

A finales del XIX, por falta de hospedaje como en casi todos los pueblos, muchos indígenas se alojaban en los corredores de las casas, previo al día de la feria. Cerca de los ‘poyos’ o bancos de piedra, los indígenas colocaban sus esteras para dormir, junto a sus textiles. María Rodríguez, una mujer amable los recibía, sin cobrar un calé, moneda de la época. Una niña observaba. Era Yolanda, quien, con el tiempo, aprendió la elaboración de la chicha del yamor de su madre. Ese sentido de solidaridad que miró en el improvisado tambo se impregnó en esta mujer de ojos vivaces.

Pero la tradición del yamor debía esperar, porque Yolanda tuvo que ir a trabajar de obrera en la fábrica San Miguel hasta que, antes de jubilarse, se animó —durante las fiestas septembrinas— a sacar su mínimo tiesto para vender tortillas bonitísimas, con pepa de zambo, con la tímida chicha del yamor.

Poco a poco, gentes del lugar —algunos con terno y corbata, como dice— acudían a la esquina de las calles Estévez Mora y Sucre, en la antigua casa de su madre.

Después, el modesto local se convirtió en un lugar infaltable de los otavaleños, porque tenían su chicha, acompañada ahora por tortillas de papa, mote y fritada. Por eso, cuando se visita a esta mujer, que también hace el pesebre más grande de Otavalo, de 7 metros, se entiende porqué tantas personalidades han acudido a degustar esta antigua bebida de los caranquis. Merced a ganar el premio de los pesebres, recibe cada año a la prestigiosa Banda Municipal y sus ojos parecen iluminarse.

Allí, en medio de la laboriosidad y de las empanadas de maqueño, están los inmensos toneles de roble y 5 ollas de 100 litros, cada una, donde se fermenta esta delicia aún en espera de su industrialización.

Es tal la generosidad de Yolanda que ha compartido la receta con todos quienes quieren oírla, y así la tradición está viva. Por este motivo ha recibido condecoraciones del Municipio, pero ella continúa siendo la misma de siempre.

Esa misma actitud tuvo cuando hace poco recibió a 80 chefs de Cuenca, quienes fueron a investigar para aprender sobre el yamor. “Eso es imposible. Esto hay que hacer viendo”, les dijo, para explicarles que la teoría tiene que ir con la práctica. Aunque no lo dice, se sabe de su generosidad con cualquier grupo artístico que le solicite un fiambre e incluso, la popular caminata Mojanda arriba, del 31 de octubre, termina siempre en una de las esquinas más tradicionales del Valle del Amanecer.

Entre risas recuerda algunas anécdotas, como los voladores que entraron al colegio de las monjas marianitas. Mientras muestra con orgullo un niño Jesús, con ropas relucientes, que es el invitado principal de apoteósicos Pases del niño, habla de una época en que su madre escogía los granos del maíz. Ahora, su hija, Anita Albuja, es la tercera generación de un legado que viene de los tiempos en que las mujeres frente al mar entrelazaban finas cabelleras, allá en Valdivia. (I)

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