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Relatos del ‘tren a chuchubamba’

Historia del ferrocarril a través de un texto contemporáneo

La obra da saltos del hoy al ayer y del ayer al futuro, con sus giros repentinos del tiempo y de la memoria. Foto: Roberto Chávez / El Telégrafo
La obra da saltos del hoy al ayer y del ayer al futuro, con sus giros repentinos del tiempo y de la memoria. Foto: Roberto Chávez / El Telégrafo
19 de abril de 2015 - 00:00 - Pedro Reino Garcés, historiador/cronista oficial de Ambato

Sonia Manzano Vela, en su prólogo a la novela de Pedro Reino, comenta sobre las enigmáticas estaciones del ferrocarril de Chimborazo, Tungurahua y Cotopaxi, en la conexión entre Guayaquil y Quito.

Según ella, la novelística nacional, desde los inicios del siglo XX, ha reclamado por una obra que aborde el tema de capital significación para la historia ecuatoriana: el ferrocarril Guayaquil-Quito.

Este nexo está considerado como la hazaña de ingeniería que se constituyó en la columna vertebral del Ecuador al vincular a la Costa y a la Sierra, a través de una línea férrea que tradicionalmente ha sido calificada como “la más difícil del mundo”.

Es por eso que la novela Tren a Chuchubamba, de Pedro Reino, que en 2014 le otorgó al autor el Premio Nacional de Literatura Miguel Riofrío, certamen convocado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Núcleo de Loja, llena el vacío antes mencionado.

En el texto se desarrolla una historia que no solo se desplaza desde la estación de Durán hasta la de Chimbacalle, sino que también atraviesa por poblaciones que viven como fantasmas entre la abertura de la cordillera de los Andes.

La obra, que comenta Manzano, evoca también con estilo mágico, no exento de una cierta dosis de romanticismo decimonónico, los hechos más significativos que se suscitaron en el Ecuador desde el arribo al poder del Liberalismo a finales del siglo XIX. Esto no sin antes haber librado una encarnizada batalla con el Conservadurismo, a la que después le sucedió, paradójicamente, una facción de liberales opositores al régimen del ‘Viejo Luchador’, cuya pugna fratricida derivó en el cruel martirologio al que fue sometido el General Eloy Alfaro, antes de que sus restos terminaran calcinados en una atroz “hoguera bárbara”.

Tren a Chuchubamba entonces es la memoria que conserva el país del período anotado, pero también es la suma de historias particulares, cada una ocupa un vagón diferente, en un convoy en el que viaja, desdibujada por el tiempo, gente que todo lo transformaba en palabras y palabras. La realidad se mezcla con la ficción, la historia con el mito y el reino de los muertos con el de los vivos mediante relatos autónomos tratados con detenimiento y prolijidad de detalles.

Ciertos capítulos de esta obra podrían ser considerados como embriones de novelas posteriores. La atmósfera característica de las estaciones de la vía férrea: pitidos de trenes, vaharadas de vapor, barullos de pasajeros que llegan o que parten, ha sido verbalizada con notable fidelidad por Pedro Reino.

Por esto, quien se interna en la lectura irremediablemente se convierte en un pasajero convencido de que “el paisaje se mueve cuando se viaja tras una ventana”.

El escenario central de este abigarrado haz de destinos geográficos por el que nos lleva la pluma del autor, es la población de Chuchubamba, mordida por la niebla andina y asentada sobre un mar de arena volcánica.

Una locación en la que se genera un porcentaje considerable de relatos con ostensible carga poética que se vuelven visibles a través de recursos propios de la lírica como símiles, metáforas e imágenes reconociblemente estéticas.

Pero, además de ser una obra poética, en este libro confluyen 2 tipos de realismo: el fotográfico, con un trasfondo político contestatario, y el realismo maravilloso, con visos rulfianos y garciamarquianos.

Es este tipo el que caracteriza a los mejores capítulos concebidos por Reino, entre los que sobresalen, con luz deslumbrante los titulados así: ‘La señorita del abanico’, ‘Los recuerdos’, ‘Las tetas de la señorita Cloti’. Este último es una reveladora y deleitosa muestra del talento narrativo de Reino.

La voz discursiva que recorre las páginas no pertenece exclusivamente a la del narrador, hay también fuertes acentos montalvinos con reflexiones filosóficas que formulan enseñanzas de tipo ético, con el fin de establecer y fortalecer el sentido de la dignidad humana.

Además, resalta el escudriñador de fuentes documentalistas, a las que acude reiterativamente el autor.

Hay datos estadísticos, archivos varios, frondosos árboles genealógicos y más material. Con esto se aporta credibilidad a ciertas aseveraciones que precisan de un tono legalista para dotarlas de verosimilitud. La ideología liberal a la que está adscrita es fácilmente identificable.

En varios espacios textuales gruñe a todo lo que huele a doctrina conservadora, sienta en el banquillo  a tiranos y tiranías, a delincuentes de cuello blanco y, en especial, a los autores intelectuales y a los brazos ejecutores de crímenes de lesa patria, como los cometidos contra Eloy Alfaro y Pedro J. Montero.

Acusaciones que a veces son expresadas por las bocas de las mismas víctimas, como cuando ‘el Viejo Luchador’, desde una estatua de bronce que lo representa, increpa a Leonidas Plaza con estas duras palabras: “¿Estás contento con lo que hiciste primero en Guayaquil con mi general Pedro Montero?

¿Qué placenta podrida tuvo tu pobre madre que te envolvió la vida de pestilencias, paisano mío, indigno manabita?”, expresiones que, según Reino, causaron el infarto que llevó a la muerte a Plaza.

La virulencia verbal se entremezcla con un poder sarcástico de la mejor ley en el capítulo ‘El señor del maletero de cuero’, deliberadamente destinado a desprestigiar a la clase política del país, al poner al descubierto los defectos de narcisismo, petulancia y egolatría que caracterizan a algunos representantes de las esferas gobiernistas. (O)

Pedro es el personaje clave de esta obra

El paso de una topografía a otra, sin previo aviso, también es otro rasgo del estilo de Reino. Los viajeros del tren de esta historia ven desfilar ante sus ojos paisajes diversos: acuarelas andinas de rica policromía, óleos costeños y demás aguafuertes de nuestra geografía.

Dentro del espeso tejido textual, al lector no suficientemente inteligenciado en los conocimientos básicos de la historia ecuatoriana, es posible que no le resulte fácil detectar el leve hilo conductor que va paralelo al itinerario vital que cumple un personaje clave llamado Pedro; quien a los 14 años es mandado ‘a la Costa’, por su tío, el juez Matías, personaje de fuerte incidencia en su vida, quien retorna a su natal Chuchubamba cuando está cerca de arribar a la treintena, dedicándose a la tarea de dialogar con fantasmas y con seres reales, porque “cuando don Pedro hablaba, siempre regresaba en el tiempo, parecía que volvía a sentarse en el vagón en el que había regresado a su tierra”.

Obra preñada de imágenes sensoriales que impactan. Es una novela para ser oída, ‘paladeada’, e incluso olfateada, ya que bajo ella se cobijan los olores de las naranjillas con los humores rancios del mundo espectral: “Los perfumes son una disculpa de la muerte y tapan lo que se pudre”. Es una novela para ser leída con todos los sentidos, solo así es posible filtrarse en la multitud que espera el arribo de un tren que flota, vuela y circula por la ilimitada extensión de la memoria como culebra macheteada.

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