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El Telégrafo
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En la primera mitad de la centuria pasada, la celebración incorporó los disfraces, máscaras, desfiles y bailes

El carnaval, tradición que muta

Las autoridades buscan recuperar la esencia de la celebración de las primeras décadas del siglo anterior. En la foto, un payaso recita coplas en la Plaza-parque La Magdalena. Foto: Santiago Aguirre
Las autoridades buscan recuperar la esencia de la celebración de las primeras décadas del siglo anterior. En la foto, un payaso recita coplas en la Plaza-parque La Magdalena. Foto: Santiago Aguirre
02 de marzo de 2014 - 00:00

“Por los años de 1870, los carnavaleros se ganaban una tienda, o una casa para cometer en ellas mil tropelías (...). Era un contento histérico, una lucha desaforada, un furor enfermizo, alegría brutal e impulsiva que arrastraba larga cola de enfermedades y funestas consecuencias”, se comentaba sobre el carnaval capitalino en el siglo XIX, según el artículo Fiestas del Carnaval, de Alejandro Andrade Coello del Archivo Histórico Quiteño.

En tanto que alrededor de 1876, un observador de la ciudad narraba: “La pedrada llovía sobre la indumentaria con certeros cascaronazos (hechos de parafina y perfume) y globitos llenos de agua que, al derribarlos sobre la humanidad, les dejaban hecho una sopa”.

Andrés Alomía (40 años) dice que siente nostalgia de las épocas en que siendo un colegial, acompañado de “una pata” de amigos, esperaba a las “guambras del (colegio) Espejo para bañarlas en la laguna del parque La Alameda, en actos similares a los que ocurrían durante los carnavales hace algo más de 100 años.

“Éramos bien salvajes”, reconoce el hoy abogado, al tiempo que recuerda que durante la época previa a la Cuaresma, salía en una camioneta en compañía de unos primos mayores que él “armados con tinas llenas de bombas y de agua para mojar al que se apareciera”.

El juego con agua en los espacios públicos no ha desaparecido del todo. En la imagen, estudiantes del colegio Mejía en La Alameda.

Alomía dice que es cierto que a veces se cometían excesos y que no faltó algún novio o hermano celoso que intentara vengar “a trompones” los actos “vandálicos” de los carnavaleros; pero a pesar de ello, recuerda aquella como una “linda época”. Y aunque todavía le gusta el juego con agua, ahora prefiere “encerrarse con familiares y amigos en algún lugar hasta que todos terminan empapados.

“Los tiempos cambian y no está bien mojar a cualquier persona en la calle. Además, ahora hay sanciones para aquello”, comenta.

De hecho, Andrade Coello señala en el citado artículo histórico que frente al desafuero de los festejos de los años 1800, “para alegría de la civilización, estos se han transformado, por lo menos en Quito”. Y añade que “al pasar los años las cosas fueron cambiando; que los tiempos ya no eran para estrellar huevos en las paredes. El pueblo se divertía con artículos más inofensivos y baratos: serpentinas, papel picado, flores, cosas hermosas, elegantes, perfumadas y leves”.

De hecho, Tomás González (80 años), “nacido, criado y vivido en la Loma Grande”, comenta que aunque en su niñez y juventud también se jugaba con agua, “era una cosa más elegante”, similar a la que se describe en la segunda parte de Fiestas del Carnaval.

El hombre dice que el juego no se trataba de una agresión contra quien fuera “que llega hasta a manoseo morboso a las mujeres”, sino de una especie de batallas acordadas y consentidas entre familiares y vecinos y que incluso se producían entre barrios rivales.

Además, era común que en lugar de los actuales globos inflables de goma se utilizaran cascarones de cera rellenos de agua perfumada para mojar a las personas.

Eulalia Esparza (76 años) también rememora aquella época. “Era linda”, dice, al tiempo que recuerda que había desfiles y comparsas con gente disfrazada por las calles, eventos a los que comúnmente se denominaban “los corsos”.

“Además, después de la mojada había comida y tremendas bailadas. Era diferente, había más respeto”, añade la mujer.

Pero las cosas fueron cambiando en las décadas de los años sesenta y setenta del siglo anterior hasta que el carnaval se fue convirtiendo en “una actividad propia de pandilleros agrediendo a la gente en las calles o escondiéndose en las terrazas para lanzar bombas”, según la opinión de José Rivas (60 años), un habitante del sector de San Roque que se confiesa como “enemigo a muerte” del carnaval con agua.

Los excesos en este tipo de actividades y la necesidad de crear una cultura que evite el desperdicio del recurso llevó a las autoridades municipales a mediados de la década pasada, a realizar campañas en ese sentido y a incrementar los controles e implementar sanciones contra el juego agresivo.

Sea porque esas medidas han surtido efecto o porque hay mayor conciencia, en los últimos años, la costumbre de mojarse se ha restringido al ámbito familiar o de amigos. Algo que las personas acatan, pero a lo que los carnavaleros de corazón no se acostumbran del todo.

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