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Homo ludens huayaquilensis: la fiesta barroca

Homo ludens huayaquilensis: la fiesta barroca
26 de septiembre de 2016 - 00:00 - Ángel Emilio Hidalgo, Historiador

Podemos afirmar que el espíritu de la Colonia, con todas sus contradicciones, gira alrededor de la ‘fiesta barroca’. Sus escenografías, rituales y símbolos rememoran el gran teatro del mundo de Calderón de la Barca, entendido por políticos, dramaturgos y novelistas del siglo XVII como una dudosa y magnífica ‘apariencia’; es decir, el mundo como representación en el sentido teatral, donde cada uno interpreta un papel, con la idea pesimista de la precariedad de las relaciones interpersonales, regidas por códigos falsos de etiqueta. Esta idea, trasladada al ámbito propagandista, en la que el soberano “teatraliza su poder ante la corte y el pueblo mediante una ritualización de todos los aspectos de su vida”.

En el siglo XVII existía en Guayaquil una separación estamental a propósito de las fiestas reales, durante la coronación del príncipe Fernando en 1638, se ubicaba a los negros y mulatos en un día diferente al de la celebración de los vecinos blancos y, en otro, a la gente de los gremios. En el siglo XVIII, el ceremonial barroco se mostraba en todo su esplendor, con un despliegue que simbolizaba la renovación de los pactos de fidelidad a la corona española en las fiestas que se organizaban con motivo de los nacimientos, bautizos y bodas de los miembros de la familia real. En 1709, los actos por el nacimiento del príncipe de Asturias duraron tres semanas e incluyeron marchas militares con la participación de 1.100 hombres a pie y 500 a caballo, y con corridas de toros. Así mismo, para las bodas de Carlos III con la princesa Luisa, hija del duque de Parma, el pregonero transmitió a voz en cuello la invitación para que “todos sus fieles vasallos manifiesten el regocijo… y que haya tres noches de luminarias y que se harán las salvas reales disparando la artillería y la última noche el Cabildo y los vecinos irán a la iglesia matriz para darle las gracias a Nuestro Señor con la solemnidad necesaria”.

Esa era la manera mediante la cual las élites demostraban el poderío de su rey, a la vez que hacían participar a todo el pueblo como estrategia para aplacar las tensiones y malestares cotidianos. Muchas veces se organizaban corridas de toros en la plaza pública y así se establecían simbólicas alianzas y momentáneas relaciones con la gente del pueblo, a propósito de una diversión muy extendida en las colonias.

En fiestas religiosas como el Corpus Christi, el Cabildo porteño contrataba a indígenas para que limpiaran las calles destinadas al paso de la procesión, adquiría toda la cera necesaria, invitaba a los curas de los pueblos para que los devotos “se hallen en esta ciudad con cruces y danzas”, y levantaba tarimas para las comedias, género teatral preferido por los guayaquileños. Lo mismo sucedía con la procesión de la Virgen del Rosario, la devoción mariana con mayor número de seguidores, que se caracterizaba por el importante número de músicos que acompañaban los cánticos de los fieles en un recorrido que empezaba en la iglesia de Santo Domingo en Ciudad Vieja y terminaba en la iglesia matriz. Otra celebración oficial anual era la fiesta de Santiago el Mayor, patrono de Guayaquil, momento en el que los miembros del Cabildo salían a caballo llevando el estandarte real y se realizaba el juramento público que consistía en que el Alférez Real levantaba una mano sobre la otra en forma de cruz y prometía que “lo defenderá como insignia de nuestro Rey y Señor Natural, como leal vasallo, y si necesario fuere perderá la vida…”, ritual que era presenciado por los vecinos de la ciudad, con la finalidad de reafirmar vínculos de sumisión y lealtad.

La profusión de fiestas religiosas en Guayaquil a menudo servía para disfrazar festejos profanos e incorporar a la plebe en los lineamientos políticos del gobierno español. Una de las dificultades que tenían que encarar las autoridades era el escaso apego que los negros y mulatos manifestaban hacia los servicios religiosos cristianos, quizá por la persistencia de su cultura africana y su particular sentido de independencia. Sin embargo, ellos fueron importantes actores sociales en sus cofradías de ‘pardos y morenos’, donde podía visibilizarse una hermandad que trascendía la vida piadosa. De alguna manera, entre las prohibiciones y barreras de una sociedad colonial jerarquizada, se posibilitó la puesta en escena de otros actores sociales que, en el ámbito de la esfera pública, exteriorizaron su cultura e identidad. (O)

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