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Cruz: "Un centro de reclusión no puede ser el infierno"

Jeannine Cruz. Asambleísta de CREO por Loja.
Jeannine Cruz. Asambleísta de CREO por Loja.
Foto: Archivo / El Telégrafo
10 de marzo de 2019 - 00:00 - Carla Maldonado

“El exalcalde de Loja, Bolívar Castillo, quien fue revocado de su cargo por los lojanos, me demandó por atacar su honra y dignidad. Escribí un tuit sobre el Plan Maestro de Agua Potable para Loja y publiqué un video, de 10 minutos, sobre esa contratación que se hizo a dedo.  

La justicia me sentenció a 30 días de prisión y a pagar el 25% del salario mínimo vital, es decir 90 dólares. Me cambiaron tres veces de jueces y presentaron una foto de mi tuit en el que decía: alcalde Bolívar Castillo, lojanos cansados de sus mentiras, deje de robar.

Castillo me persiguió por ese comentario (trino) y por denunciar la corrupción de su administración. Nunca hicieron un peritaje informático para corroborar lo que decía el video. Tampoco pude presentar mis pruebas de descargo.

En un enlace presidencial del expresidente de Ecuador, Rafael Correa, presentaron mi foto y mi tuit. Él aplaudió la gestión de Castillo y me condenó. Correa dijo que yo tenía que aprender a respetar a las autoridades. Pero olvidó que él ordenó la persecución contra el exasambleísta Cléver Jiménez y su exasesor, Fernando Villavicencio.

Después de esa sabatina, los jueces cumplieron con la solicitud del exmandatario.

El 8 de marzo de 2016, me llegó la boleta de detención. En esa fecha se conmemora el Día Internacional de la Mujer y yo ingresé a prisión. Muchos ciudadanos y exconcejales estuvieron a mi lado en esa ocasión.

Yo tenía solamente dos opciones: la primera, esconderme y huir; la segunda, dar la cara. Opté por esa alternativa porque tenía que fiscalizar a todos los políticos corruptos, como Castillo.

Al día siguiente de mi llegada a la cárcel, me visitó una autoridad y me dijo que contactara al Ministerio de Justicia porque había presión para cambiarme a una celda donde estaban los detenidos más peligrosos. Pero me quedé donde estaba.   

Allí viví realidades diferentes y fue una experiencia muy dura. Estuve con padres que no podían pagar las pensiones alimenticias de sus hijos o con microtraficantes de droga o asesinos.

Conocí a un joven papá, de tres niñas, detenido por vender marihuana. También había un padre que acuchilló a su hijo, y me advirtieron que tuviera cuidado con él porque tenía un trastorno mental.

El centro de reclusión era de condiciones precarias: sin agua ni suficiente seguridad; su alimentación era muy mala y escasa.

Había una rutina establecida. Nos levantábamos a las 05:00 de la mañana, teníamos que limpiar la celda y recoger el agua en tanques. Luego corríamos 10 vueltas en el patio y desayunábamos. Nos daban avena y un pan hecho con las manos de las detenidas.  

En el almuerzo comíamos sopa de fideo y arroz con cebolla. Y en la noche nos daban lo que había, pero también teníamos la fruta que nos regalaban los señores de los mercados.

En mi pabellón había hombres que estaban al frente de nuestras celdas. Por eso nos cuidábamos para bañarnos y nos tapábamos con una toalla para que no nos miraran.

En mi celda había una señora por contravención y peleas callejeras; otra por robar un carro; y otra por trabajadora sexual. La historia de esta última me impresionó mucho.   

Se llamaba Sorayda y desde pequeña fue violada por su papá y sus hermanos. Ella no tuvo otra opción para trabajar y se dedicó a la prostitución. Por las noches, Sorayda se pegaba contra las paredes y lloraba mucho.

En varias ocasiones quiso dañarse a sí misma, con cortes en su cuerpo, pero llamamos a los guardias para que la socorrieran. Ellos dijeron que no podían hacer nada ni llevarla a un centro de salud porque su estado no era grave.

Sorayda tenía una pequeña radio que le servía para escuchar vallenatos y música muy triste. Un día pasaron una de mis intervenciones en el Cabildo y ella dijo que quería llegar a ser política y hacer las cosas distintas.

Otro caso que me conmovió fue el de una abuela de la comunidad de Saraguro. Ella  estaba encerrada porque su hijo, que era albañil, no podía pagar las pensiones alimenticias de su niño. La señora tenía un tumor cancerígeno en el estómago. Pero aún así ellas seguían adelante.

Sus risas y cantos eran síntomas del anhelo de libertad y de cambiar las cosas que tenían. Recibí mensajitos de otras celdas, de internas que me pedían toallas sanitarias, pasta, cepillo de dientes y desodorante. Pedimos que permitieran ingresar artículos de aseo personal.

Muchos se me acercaban para contarme sus historias  porque necesitaban hablar con alguien. Pero, además, sentían que sus familias los habían abandonado porque no iban a visitarlos. También me contaron cómo lograban sobrevivir en las festividades.

En Navidad hacían su propia bebida con los alimentos que iban guardando durante todo el año, como las cáscaras de naranja y hasta los huesos. El personal de seguridad tiene que vigilar de cerca a todos porque una cuchara puede convertirse en una navaja afilada. Yo escuché a todos pero, a veces, sentía miedo cuando venían a verme porque no conocía a todas las internas.

Los días pasaron entre el fútbol, el voley, los naipes y la lectura. Nos dejaban libros e historietas y los compartíamos con los que querían leer. Un economista nos regaló cuentos y novelas de Pablo Palacio y de Gabriel García Márquez.

Al cumplir los 30 días de encierro fui nombrada caporal de mi celda. Salí caminando y con la frente en alto. En la calle me esperaba gente con rosas y se las regalamos a los transeúntes en el camino hacia la Alcaldía.

El exalcalde Castillo había convocado a sesión y allí nos vimos cara a cara. Él estaba sonriente, como si se sintiera bueno. Yo le dije: lo seguiré fiscalizando.

Castillo tiene una reputación cuestionable y mala. Quedó como corrupto y mentiroso. Hay que recordar que él es muy amigo del expresidente Correa y que fue el ideólogo de la Superintendencia de Información y Comunicación (Supercom).

Pero la persecución que me hizo no acabó con mi prisión. Él me demandó por segunda ocasión y la pena era de dos años. Castillo quería que le pidiera perdón y que le dijera: usted es un buen alcalde, pero nunca hice eso.

El exalcalde fue revocado de su mandato por el 60% de ciudadanos lojanos. Ha sido el único en la historia de la provincia al que botaron del cargo.

Mi caso se investiga en la Mesa de la Verdad y de la Justicia: Perseguidos Políticos Nunca Más, creada por el Consejo de la Judicatura transitorio. También indagan a Bolívar Castillo por ordenar desalojos sin ninguna justificación.  

Los jueces que me sentenciaron hicieron lo mismo con otros perseguidos. Espero que el Consejo de la Judicatura sea probo, digno y que castigue a los funcionarios judiciales del exgobierno que manoseó la justicia.

Mi caso fue más notorio porque era concejala, pero los abusos siguen y lucharemos contra cualquier ilegalidad. Castillo me persiguió desde que llegué al Concejo; ordenaba bajar el volumen de mis discursos. Pero no se dio cuenta de que me hizo una mujer más fuerte, no estaba sola. Él despertó un monstruo.

El exalcalde también está acusado de la persecución del periodista Freddy Aponte. Desde 2018 inició una querella penal en contra del reportero por supuestas injurias. Según él, Aponte lo llamó “ladrón”.

Hoy el exalcalde quiere llegar nuevamente al Municipio, pero los ciudadanos deben pensar bien por quién votan. Mientras estaba en la cárcel pensaba en que los grandes protagonistas de la miseria humana son los que manejan los hilos del poder. La cárcel es el lugar del olvido, del dolor y de la frustración.

Esos centros de reclusión lastiman más a los detenidos; muchos salen a cometer delitos porque no reciben ninguna ayuda para reinsertarse en la sociedad. Aún me golpean los recuerdos de esa experiencia dura. Como ser humano salí con un dolor terrible, pero también he aprendido mucho de eso.

El centro de reclusión no puede ser el infierno ni el Estado puede perder la voluntad de asistir a los internos”. (I)

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