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Detrás de los sellos de clausura

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La semana pasada circularon en el ciberespacio algunas fotografías de algunas entidades públicas con sellos de clausura, similares a los usados por el Servicio de Rentas Internas para temporalmente cesar locales comerciales que incumplen con las normas tributarias. El material gráfico, colocado con ánimo de protesta por un grupo de ciudadanos, acusaba de inútiles y de representar despilfarro a entes como la Secretaría del Buen Vivir, el Instituto Espacial Ecuatoriano y la Superintendencia de Control de Poder de Mercado.

Lo que los autores del hecho no comprenden bien -tampoco la ideología liberal- es que la esfera pública y sus instituciones no conforman  un objeto separado de la sociedad, existen por y a través de ella. No existe la separación entre sociedad civil e instituciones públicas, pues estas son parte de la primera. ¿A qué intereses sirve el ‘clausurar’, por ejemplo, una entidad que regule los excesos del mercado en un país? Lógicamente a quitarle terreno a lo que nos hace comunidad y con una equivocada idea de libertad transformarnos en una sociedad puramente de mercado.

El ideal liberal, central en la noción más ampliamente conocida de democracia, nos dijo que el individuo nace con ciertos derechos inalienables. Esta concepción de gran valor emancipatorio planteó mucho tiempo atrás poner fin a un sistema donde reyes y nobles podían apropiarse de lo que le pertenecía a otra persona -como su trabajo y hasta su vida- sin otro fundamento que su voluntad. Constituyó la idea que en nuestros días prevalece sobre el individuo: un ser sobre quien no puede mandar ningún rey, gobierno o poder coercitivo. De este modo surgió en el imaginario colectivo la división entre la esfera pública y privada, así como el rechazo a que la primera intervenga en la segunda.

Finalizada la época de regímenes monárquicos, se empezó a identificar al Estado moderno con la esfera pública. De esta forma el persistente discurso de la derecha que invoca los valores liberales, rechaza que el Estado intervenga en la economía o que ejerza cualquier regulación en el mercado. Esta perspectiva incluso limitaba -hasta hace poco- la intervención en casos de violencia contra la mujer, cuando quien la perpetraba era su cónyuge, entendiendo al matrimonio como esfera privada. En este marco ideológico se condena la idea de que el Estado cobre impuestos cuando estos se consideran -con criterios mercantiles- excesivos. Se condena con igual vehemencia al Gobierno que los incremente. Los negocios, sin importar su naturaleza, se consideran parte de esa esfera privada que no se debe tocar. Más recientemente se ha llegado a confundir la esfera pública con el gobierno de turno.

¿Puede un gobierno o parte de él fallar y corromperse? Seguro que sí, y el curso de acción de la comunidad debería ser la defensa de lo público, la exigencia de que sea público y de que sus operaciones sean en el mejor interés de la comunidad. Pero la acción simbólica de los adhesivos en las entidades públicas no apunta a eso, sino a la anulación y, precisamente, clausura de lo público.

El espacio público es la instancia en que nos forjamos como comunidad, y la comunidad debe constituir el núcleo de la democracia que requerimos construir. No nos realizamos como individuos, en realidad ese camino nos deshumaniza cada vez más. Somos humanos cuando nos reconocemos en el otro y nos realizamos como humanos en el otro. Así se explica que una de las maneras más efectivas y atroces empleadas en la historia para deshumanizar a alguien ha sido el aislamiento en una celda apartada, por largo tiempo. (O)

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