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El paso del tiempo cambia más a los jóvenes que a quienes llegaron a la vejez

Vemos a los otros como viejos cuando nosotros vivimos una edad similar

En la vejez sabemos que la juventud se acabó y que tenemos por delante, teóricamente, un buen tiempo, por eso hay que ocuparse de vivir. Foto: Mario Egas / El Telégrafo
En la vejez sabemos que la juventud se acabó y que tenemos por delante, teóricamente, un buen tiempo, por eso hay que ocuparse de vivir. Foto: Mario Egas / El Telégrafo
19 de diciembre de 2015 - 00:00 - Andrés Suárez

La adolescencia se define como una etapa en el desarrollo biológico, psicológico, social y sexual, posterior a la infancia, que comienza con la pubertad. Su duración generalmente se enmarca entre los 11 y 12 años y los 19 y 20. Según Erikson, este período entre los 13 y los 21 años es el de la búsqueda de la identidad y define al individuo para toda su vida adulta y queda plenamente consolidada la personalidad a partir de entonces. Por supuesto que esta definición es muy general, ya que el final de la adolescencia depende del desarrollo psicológico de cada individuo en particular.

La que denomino segunda adolescencia o gero-adolescencia se caracteriza también por ser una etapa en la que se producen cambios en las esferas biopsicosociales y sexuales de las personas. Es un período de transición que transcurre aproximadamente entre los 55 y 65 años y cuya característica fundamental es la crisis de despersonalización transitoria por los cambios previos a la llamada tercera edad y posteriores a los de la edad media o de la también denominada etapa de ‘bisagra’.

Mientras transitamos esta última, suelen vivir aún nuestros padres o uno de ellos, e inclusive puede estar vivo algún abuelo y, por otra parte, nuestros hijos han dejado la adolescencia atrás y están comenzando a trabajar, culminando sus estudios o ya son profesionales, se han casado o formado pareja y es muy posible que ya haya nacido nuestro primer nieto. Durante la crisis de la generación ‘bisagra’, nuestros padres y/o suegros han envejecido lo suficiente como para que el paso del tiempo o las enfermedades les hayan provocado discapacidades, muchas veces no aceptadas o negadas por nosotros mismos o nuestros hijos por la imagen que tenemos de su adultez.

Lo entendamos o no, con el avance de los años la fragilidad con la consecuente vulnerabilidad se apodera de sus cuerpos o mentes. Debemos ocuparnos de ‘los abuelos’ de alguna forma (controlando cómo se alimentan, la higiene personal y de la casa, la seguridad por los riesgos de accidentes, de agresiones o robos y del manejo del dinero, entre otros).

En otro aspecto, nuestros hijos parecen y desean ser independientes de la tutela que de alguna forma continuamos ejerciendo. Sin embargo a pesar de que tienen edad para serlo, en la práctica no es del todo así, ya que ellos también están en plena crisis por la búsqueda del primer empleo, la reciente paternidad o por el manejo del propio hogar. Lo concreto es que no podemos despreocuparnos y, por supuesto, allí también estamos intentando ayudarlos. Por eso se denomina a este período la etapa ‘bisagra’. Nosotros somos la bisagra de la que penden de un lado los hijos y los primeros nietos y del otro los padres. Y nosotros en el medio, debiendo sostener y ocuparnos de todo y de todos, aunque nadie nos pida ayuda. Esta etapa transcurre entre los 45 y 55 años aproximadamente y es un período de gran presión y desgaste, tanto en lo físico, como en lo psicológico y económico. Pues, como si fuera poco, no alcanza con apoyar y contener a nuestros padres e hijos, sino que el dinero se hace más que necesario y pasa a ser prioritario para la solución de algunos de los obstáculos que enfrentamos (alquileres, créditos, personal de cuidados, medicamentos, etc.).

A medida que se avanza en el tiempo, los hijos, con altibajos, van encaminando sus vidas y si bien tienen problemas no resueltos, poco a poco van siendo más independientes, de alguna forma se arreglan solos o ya tienen herramientas como para poder manejar las crisis que la adultez les impone. Entonces nosotros, lenta pero progresivamente, vamos ingresando a nuestra segunda adolescencia, la gero-adolescencia. Así, de vez en cuando, comenzamos a preguntarnos con recelo y con un poco de temor, cómo será nuestra vida después de los 60, los 65 o los 70. ¿Quién nos puede dar un consejo, a qué modelo de envejecimiento vamos a adherir?

Caminar sin los padres

Habitualmente ya no están nuestros padres y no se encuentran ancianos conocidos que objetivamente intenten hablarnos de la vejez, como en otras etapas de la vida en las que todos nos anticipaban lo que nos podía pasar. Quizás porque nadie acepta ser viejo… Los viejos son siempre los otros, o los que tienen diez años más que uno, sea cual fuere nuestra edad. Entonces tomamos conciencia de que solo nosotros podemos decidir lo que deseamos que nos pase en la vejez y que debemos luchar para lograrlo. No hay otra persona a quien consultar, porque en la punta de la pirámide de esta vida vamos a estar nosotros, los que tal vez lleguemos, los que se supone que vamos a tener la experiencia y conocimiento como para ayudar a encaminar a los que vienen atrás y mientras tanto… avanzamos.

Llegamos a esta etapa con una gran experiencia profesional o laboral, pero las motivaciones y las opciones para llevar adelante proyectos, que en otros momentos nos hubiesen entusiasmado mucho, ya no son las mismas. La realidad nos hace ver que no aspiramos a que se produzcan grandes cambios y que aquí estamos, por ahora, en la cima de la lúcida madurez, pero con dudas, temores e incertidumbres sobre nuestro futuro... como nuevos adolescentes. Cada vez se va haciendo más fuerte el deseo de compartir más tiempo con los seres queridos y el de poder hacer esas cosas que siempre anhelamos, pero que por el trabajo, la crianza de los hijos o las actividades de la vida diaria, no se pudieron concretar.

Sabemos que la juventud se acabó y que tenemos teóricamente un buen tiempo por delante, por eso hay que comenzar a ocuparse del cómo vivir lo que queda. Pensar cuantas veces ‘matamos’ o ‘perdimos’ el tiempo y hoy le damos el valor que antes no percibíamos que tenía. Nos cuestionamos también el desgaste, el rendimiento físico y sexual, las enfermedades, las discapacidades que podemos padecer algún día y la muerte, más aún cuando nos enteramos del fallecimiento de algún conocido de nuestra edad o, lo que es peor, de alguien más joven.

Las pausias, la meno o la andro, nos van haciendo sentir distintos y comenzar a mirar los cambios en nuestros cuerpos casi con susto.

Cómo nos vemos frente al espejo

Cuesta cada vez es más difícil mantenerse en peso, poder dormir muchas horas, recuperarse después de trasnochar, evitar el uso de un cepillo de baño para enjabonarse la espalda o el ponerse en cuclillas sin sentir el esfuerzo al incorporarse. Las dietas se transforman en parte de nuestra vida cotidiana para controlar la presión, los rollitos, el colesterol o la glucemia y comenzamos a notar que en la calle ya no nos miran los jóvenes o los no tan jóvenes. Los que nos miran, incluso con simpatía, son personas que a nuestros ojos son ancianas.

La pregunta inevitable es si nosotros nos veremos como ellas y de hecho el espejo deja de ser un amigo, si alguna vez lo fue. Los niños que alguna vez conocimos y que hemos dejado de ver hace tiempo, de golpe son adultos y es entonces en esas imágenes en las que tomamos real conciencia del paso del tiempo o, lo que resulta más chocante, cuando alguien por primera vez nos dice don o doña o nos pregunta, sin más vueltas, qué edad tienen nuestros nietos. No es en los más viejos en los que vemos nuestra vejez, ellos envejecen más lentamente... De allí el “siempre estás igual”.

El paso del tiempo cambia más a los chicos y a los jóvenes que a los que llegaron a la vejez. Lo extraño es que, a pesar de todo, no nos sentimos viejos, pero todo demuestra que no falta mucho o que lo somos y no queremos tomar conciencia… Somos los más viejos entre los adultos y los más jóvenes entre los viejos. Estamos transitando la pre-vejez. Muchos buscamos o nos acercamos a lo que deseamos que sea nuestro futuro grupo social de referencia, otros planifican envejecimientos compartidos en algún lugar deseado y con un proyecto edilicio. Lo importante es sanamente integrarnos para envejecer como debe ser, sin aislarse y compartiendo.

El proceso que describo se acompaña de sensaciones contradictorias como angustia, tristeza, euforia, sensación de éxito o de logros; porque también, si se ha sembrado honestamente se comienza a cosechar y se hace sentir el respeto de la gente. Algo así como que se ha demostrado capacidad para enfrentar exitosamente las situaciones impuestas por el devenir y que, por lo tanto, se está apto para transmitir, para enseñar o ayudar a los más jóvenes.

A pesar de que es una etapa conflictiva para con nosotros mismos, esta segunda adolescencia es la llave, la oportunidad para entrar a la siguiente etapa sin sorpresas, para pensar en la construcción de la vejez que esperamos, plena y con sentido, sin desesperanza y alegría, pero para ello es esencial “no dejar nada en el tintero”. Es tiempo de arreglar desprolijidades que cometimos en la vida, de limar asperezas con los seres queridos. (I)

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