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Alfredo Evangelista, el púgil uruguayo que casi noquea a Muhammad Alí

Alfredo Evangelista entrena a 15 jóvenes promesas del boxeo ibérico. En 1975, por mandato del dictador Franco, recibió la nacionalidad española. Dos años después peleó contra Muhammad Alí en EE.UU.
Alfredo Evangelista entrena a 15 jóvenes promesas del boxeo ibérico. En 1975, por mandato del dictador Franco, recibió la nacionalidad española. Dos años después peleó contra Muhammad Alí en EE.UU.
Foto: Miguel Castro / El Telégrafo
12 de junio de 2016 - 00:00 - Gorka Castillo. Corresponsal en Madrid

Nadie golpea más duro que la vida. Eso piensa el expúgil uruguayo Alfredo Evangelista, nacionalizado español en 1975 por mandato del dictador Franco, uno de los 2 boxeadores latinoamericanos que desafiaron a Muhammad Alí en un ring.    

Al argentino Óscar ‘Ringo’ Bonavena lo fulminó a falta de un minuto para el final de 15 durísimos asaltos que marcaron el resto de su carrera. El otro, el ‘Lince de Montevideo’, un tipo al que con 22 años había que llevarle al gimnasio casi esposado y que odiaba combear la soga y sudarle a la sombra, le aguantó en pie toda la noche. Y lo hizo como un guerrero tupamaro, osado y sorprendentemente feroz con el Rey.  

Aquel 16 de mayo de 1977, Alfredo Evangelista vendió muy cara su derrota en el Capitol Centre de Landover, en Maryland (EE.UU.). Cierto que con 37 años, Alí solo boxeaba ya para alimentar su ego y a todo el séquito de oportunistas que le acompañaba en el ocaso de su carrera. “Si ganaba, lo ganaba todo. Si perdía, no perdía nada”, repite desde su casa de Zaragoza a sus 61 años, cada vez que alguien le recuerda -y en estos últimos días se lo han preguntado muchas veces- los motivos que empujaron a un completo desconocido como él a aceptar la oferta de Don King para fajarse a golpes con la Leyenda.  

Alí tuvo muchos más problemas de los previstos y solo pudo ganar por puntos en 15 asaltos a un rival 13 años más joven. “No solo tuve la suerte de pelear contra él, sino también de compartir momentos entrañables. Me invitó a cenar, y uno se da cuenta enseguida que estás delante de un gran campeón, de un personaje diferente”, recordó.      

La prensa norteamericana se mofó de Evangelista con calificativos como “gordito” y Alí, cumpliendo con el espectáculo, quiso pegarle en el pesaje mientras el uruguayo permanecía impasible, con mirada juvenil y la boca sellada. No respondió porque no sabía inglés. Pero aquel rocoso muchacho de pelo largo aguantó los quince asaltos de una pieza, y en el capítulo duodécimo acorraló al campeón contra las cuerdas y le administró una serie de manos que le hicieron sufrir. Cada uno tiene su día y Evangelista, aquel niño nacido en una humilde casita y educado en la escuela de la calle, se ha pasado la vida diciendo que pudo tumbarle en aquel fatídico asalto.

Pero no lo hizo y nadie le reprochó no haberlo hecho. “Cobré más de $ 50.000 por aquello cuando mi bolsa entonces no llegaba a los $ 2.000 por combate. Luego gané mucho dinero, casi $ 700.000, y llegué a la cima”, le dice a EL TELÉGRAFO.  

Su gloria fue convertirse en dos veces campeón de Europa y pelear contra Leon Spinks y Larry Holmes, con el que perdió por K.O. en el Caesars Palace de Las Vegas.
Fueron sus mejores tiempos, aquellos en los que sus puños mostraban un poderío incontestable, años que hoy observa con melancolía, en Miami junto a Frank Sinatra y Silvester Stallone, y que marcaron el comienzo del fin de aquel campeón. Su figura engordó y los reflejos ágiles se volvieron cada vez más lentos y pesados. Como sus rivales.  

El último, Arthur Wright, un boxeador de Brooklyn con un historial vergonzoso. Era 1988. Evangelista miró su cartera y no encontró los buenos tiempos. Empezó a ganarse la vida echando borrachos que le buscaban la madre en tugurios poco recomendables de Madrid.

Pese a todo, mantuvo un poco la serenidad. Al menos hasta que comprobó que los bravos del sábado noche aguantaban la mirada de aquel macho que un día pudo romperle la cara al gran Muhammad Alí. Y se encontró con la ley.

En 1995 fue condenado a ocho años de cárcel tras pescarle menudeando con cocaína en el pub El Lugar, en Vallecas, en el que oficiaba de “mediador” con los clientes revoltosos. El boxeo volvía a oler a canalla, a azufre de los bajos fondos, cuando la vida es el chalaneo de mulas, el negocio de la banca y la sordidez de las putas. “He estado arriba y en el pozo más profundo. He hecho cosas que no debía, pero también he pagado por decir lo que pensaba. Tengo por costumbre no mentir nunca. No es cuestión de machacarse; lo hecho, hecho está. Cuando estás arriba, hay mucha gente a tu alrededor pero después, cuando vienen mal dadas, todos desaparecen. Luego, tuve un cáncer de vejiga... Muchas cosas”, explica Evangelista aquellos momentos funestos.

El tribunal que lo juzgó apreció en Evangelista un bajo nivel de inteligencia que junto a los “abundantes traumatismos recibidos en su actividad como boxeador” le convertían en una persona manejable.

Salió de prisión en 2000, por buen comportamiento. Entre rejas modeló su carácter y se hizo pintor. No se mezcló en más pleitos desagradables y hoy está de pie, como en Maryland pero en Zaragoza y sueña con los 15 jóvenes promesas a las que hoy entrena con el asalto duodécimo en el que pudo ganar al campeón del mundo.

“Cuando vivía en Uruguay no se me podía pasar por la cabeza que un día iba a boxear con Alí, al que veía en sus combates con Frazier por la TV. Siempre será el más grande y es un orgullo que mi nombre está unido al de él”, asegura este gigantón de 1,88 metros y un corazón tan grande que no le cabe entre su torso triangular y sus anchas espaldas.  

Evangelista habla de la muerte de su rival, de “El más grande”, y las lágrimas estrangulan sus palabras. “Es como si se hubiera ido algo mío. Me veo en un vídeo con él y se me cae el alma. Fue un luchador por sus creencias, capaz de volver a ser el mejor tras su renuncia a la guerra de Vietnam e invencible contra la enfermedad de Parkinson”, dice antes de reconocer poéticamente que con su desaparición “Alí ha noqueado mi corazón”. (I)

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