Las convicciones son personales, muy individuales. Nadie lo duda. Por ende son producto de procesos culturales y políticos. No nacen con las personas. Las sociedades, de un modo u otro, las moldean. Y por largo tiempo, quizá como un modo de “retribuir” o más bien de cumplir con ciertos órdenes morales y religiosos, mucha gente vio en la caridad (jamás confundir con la filantropía) una forma tierna y muy humana de atender a los más desposeídos en las fiestas navideñas. Pero todos sabemos que con ella no se acaba la pobreza. Al contrario, se  profundiza.

Por eso ahora resulta extraño y hasta molestoso comprobar que todavía hay gente que desde su auto del año, muy cómoda, lanza paquetes de regalos a los vendedores de periódicos y a los mendigos. Aparte de lo grosero y perverso, el acto mismo parece retardatario y retrógrado.

Algo parecido pasa con el consumo. Ayer, los botes de basura de muchos barrios, ricos y pobres, estaban llenos de desperdicios, papel de regalo y empaques de juguetes. ¿La celebración de la natividad de Jesús, como sinónimo de encuentro y diálogo, va ocupando el lugar que el mercado le impone y hace del consumo desenfrenado la mayor expresión de cristiandad? ¿No fue el nacimiento del mismo Jesús un acto de absoluta modestia y humildad? No, ahora es simbolizado por la intensidad del consumo, hay desenfreno, a tal nivel que si no hay regalo no hay Navidad. Y no se trata de un regalo sencillo, simbólico, tiene que ser caro y lujoso. Tanto que un suicidio, bien retratado en la portada de un diario sensacionalista, ocurrió porque un padre, que se “pegó un cartuchazo”,  no pudo comprar a sus hijos un MP3 y una Cicciobello.  

Tras las celebraciones, que en algunos hogares sí se asume como un recogimiento familiar, bien vale la pena reflexionar si para el próximo año un poco más de modestia podría ser el mejor festejo.