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Quiénes son los talibán y por qué persisten en Afganistán

Quiénes son los talibán y por qué persisten en Afganistán
17 de agosto de 2021 - 09:03 - Redacción Web

En 1988 el periodista pakistaní Ahmed Rashid fue testigo de uno de los episodios claves del fin de la Guerra Fría: la negociación de los acuerdos de Ginebra por la retirada de las tropas soviéticas de Afganistán. Por su ubicación en la bisagra entre Asia y Medio Oriente, que lo convirtió en ruta de Occidente hacia la India, Persia y China, la región tenía una historia de miles de años de conflictos estratégicos. En ese último episodio, a finales del siglo XX, la Unión Soviética había combatido a una jihad estimulada por los Estados Unidos, quienes a su vez la combatirían en el XXI.

A la mesa se sentaron la URSS, los estadounidenses y sus socios —que se probarían poco confiables— pakistaníes, además de los afganos, quienes firmaron los documentos y se marcharon de Suiza “para enzarzarse en una guerra civil sangrienta e insensata que prosigue en la actualidad”, escribió Rashid en Los Talibán. A más de dos décadas de la edición original, esas palabras mantienen una actualidad penosa.

El libro tiene el mérito notable de haber sido escrito antes del atentado contra las Torres Gemelas y el Pentágono el 11 de septiembre de 2001, lo cual lo centra en su tema y no en los vínculos de Al Qaeda con “los guerreros santones de Afganistán”, como los llamó el autor. Es una indagación en el grupo que se fue apoderando de Afganistán por las armas aun si muy pocos de ellos había “mantenido a raya a dos imperios, el británico y el soviético”. Escribió:

Un puñado de talibán había luchado contra el Ejército Rojo soviético en la década de los ochenta, y un número mayor lo había hecho contra el régimen del presidente [Mohamed] Najibulá, quien se aferró al poder durante cuatro años después de que las tropas soviéticas se retirasen de Afganistán en 1989. Pero la gran mayoría nunca había combatido a los comunistas y eran jóvenes estudiantes del Corán, procedentes de centenares de madrasas (escuelas de teología coránica), establecidas en los campamentos de refugiados afganos en Pakistán.

La primera investigación

En sus orígenes están los muyahidines que resistieron a los soviéticos y, tras los acuerdos de Ginebra, se sumieron en un caos de luchas internas, que en 1994 condujo a la formación del movimiento Talibán. Dirigido por un muyadihín veterano, Mohamed Omar, tomó la ciudad de Kandahar; dos años más tarde estaban en Kabul, la capital del país.

Rashid viajó allí en 1997, cuando los talibán lo rebautizaron como “Emirato Islámico de Afganistán” (sólo tres países lo reconocieron); para entonces dos terceras partes del territorio nacional estaban en manos de los talibán.

“Desde su repentina y espectacular aparición a fines de 1994, los talibán habían aportado una paz y seguridad relativas a Kandahar y las provincias vecinas”, observó el periodista pakistaní. “Los grupos tribales beligerantes habían sido aplastados, sus dirigentes ejecutados, la población fuertemente armada había sido desarmada y las carreteras estaban abiertas para facilitar el lucrativo contrabando entre Pakistán, Afganistán, Irán y Asia Central que se había convertido en el pilar principal de la economía”.

Ese mismo 1997 fue el momento en que el Mulá Omar se vinculó con Osama bin Laden, quien pronto trasladaría a Kandahar su base de operaciones.

Rashid analizó el componente étnico de los talibán: eran pastunes, el grupo mayoritario (40% de la población), que había gobernado el país durante tres siglos y sumaba a su identidad un nacionalismo intenso. “Las victorias de los talibán hicieron resurgir las esperanzas de que los pastunes dominarían de nuevo Afganistán”, escribió.

“Pero los talibán también habían efectuado una interpretación extrema de la sharia, o ley islámica, que consternaba a muchos afganos y al mundo musulmán”, añadió. Sus leyes estrictas prohibían a las mujeres el trabajo y el estudio; no podían moverse solas y al hacerlo debían ir completamente cubiertas. “Prohibieron todo tipo de diversiones, música, televisión, vídeos, naipes, vuelo de cometas y la mayor parte de los deportes y juegos”.

Rashid indaga en las raíces del movimiento y, sin quererlo, profetiza que la estabilidad será imposible mientras siga siendo una fuerza en Afganistán, ya que continuará “la más larga de las guerras civiles de nuestro tiempo”.

Los Talibán fue un best seller en la lista de The New York Times y volvió a serlo tras los atentados de 2001, cuando era literalmente la única investigación tan seria e informada sobre el grupo religioso que había dado protección a Bin Laden y su grupo. Fue traducido a 26 idiomas, entre ellos el castellano.

Hubo una reedición en la que se sumaron datos como la destrucción de dos figuras de Buda de 1.800 años en Bamiyan, acusadas de falsa idolatría en pleno bloqueo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) contra los extremistas, y otros más medulares como un atentado sucedido días antes del 11 de septiembre: el asesinato del dirigente anti-talibán Ahmad Shah Masud:

El asesinato había sido organizado por Al Qaeda como medio para cimentar su estrecha relación con la plana mayor talibán y privar al [Frente Unido] FU de su dirigente más carismático, y ello en el preciso momento en el que Al Qaeda planeaba un acto terrorista de proporciones aún mayores, que sabía que iba a provocar la invasión de Afganistán por parte de las fuerzas estadounidenses.

Bin Laden y el máximo dirigente talibán, el mulá Mohammed Omar, parecen estar convencidos de que, al igual que los muyahidín afganos consiguieron derrotar al ejército soviético tras diez años de guerra, harán ahora lo mismo con las eventuales fuerzas invasoras estadounidenses.

En aquel momento, recordó Rashid, Afganistán era “el país más catastrófico del mundo, desde el punto de vista humanitario”, con la mayor población global de refugiados (3,6 millones fuera del país, la mayoría en Pakistán e Irán) y más de 800.000 desplazados dentro del país.

En la mente del talib

My Life With the Taliban (Mi vida con los talibán), la autobiografía de Abdul Salam Zaeef, miembro jerárquico del grupo y ex embajador en Pakistán, “no siempre dice lo que uno querría escuchar”, según la presentó en su prólogo Barnett Rubin, politólogo de la Universidad de Nueva York (donde dirige el Centro de Cooperación Internacional) y asesor del Departamento de Estado.

Por ejemplo, cuando en su libro expresa que “la idea de dividir a los talibán en moderados y duros es un objetivo inútil y temerario”; o cuando cuenta que en las conversaciones informales previas se hablaba de cómo “la vida se había vuelto insoportable: el robo y el saqueo eran inevitables, la homosexualidad y el adulterio estaban en todas partes” porque “la gente actuaba sin pensar en la moral”.

Zaeff, cofundador de los talibán “incluso antes de que se sumara el Mulá Omar” —subrayó Rubin— fue detenido en 2001 por el gobierno pakistaní y entregado a los Estados Unidos, que lo recluyeron en Guantánamo hasta 2005. Allí escribió este libro, en pastún: una crónica a la vez personal e histórica, con una perspectiva directa de la ideología y el surgimiento del grupo.

“Comenzamos a conocer a otros muyahidines y talibán de la época la jihad soviética”, recordó los comienzos en Kandahar. “Luego de unos pocos días decidimos hacer una reunión en Pashmol. A la mezquita llegaron 33 personas para asistir al encuentro dirigido por el mulá Abdul Rauf Akhund”, quien también estaría en Guantánamo, volvería a Afganistán, se pelearía con otros líderes y se uniría al Estado Islámico, para morir en 2015 por un ataque de dron estadounidense.

Hubo varios encuentros como ese hasta que a finales del otoño boreal de 1994, entre 40 y 50 hombres realizaron, en la mezquita blanca de Sangisar, “el encuentro fundacional de lo que sería conocido como ‘Los talibán’”, siguió. Allí el Mulá Omar quedó a cargo y tomó juramento a los presentes. “Cada hombre juró sobre el Corán que le sería fiel y que lucharía contra la corrupción y los criminales. No se acordaron estatutos, logo ni nombre para el movimiento”.

Sí, en cambio, que “la sharía sería nuestra ley guía y que la implementaríamos”, subrayó. “Juzgaríamos el vicio y alentaríamos la virtud, y detendríamos a quienes desangraban la tierra”.

Tenían armas pero no dinero; algunos donaron “al movimiento” dos motocicletas —entre ellas, una soviética que no tenía escape y se escuchaba a kilómetros de distancia, a la que llamaron “el tanque del Islam”— y sus propios fondos. “Montones de personas vinieron a ver a los talibán con sus propios ojos”, contó sobre los días que siguieron a que establecieran un retén. “Los talibán le habían dado belleza a la región al igual que una flor puede embellecer aun el desierto más yermo”.

Zaeef mostró menos elocuencia al hablar de los vínculos con Al Qaeda o las atrocidades que cometió su organización. Pero su perspectiva reflejó el modo en que hombres como él se radicalizaron con la religión como emblema. Desde la pobreza rural en la que nació y pronto quedó huérfano hasta su carrera como funcionario (negoció con las empresas petroleras y con el líder de la resistencia afgana, Ahmed Shah Massoud), pasando por su combate contra los soviéticos, su voz es de las pocas que existen desde el interior de este movimiento criminal.

Una perspectiva femenina

“El cambio se sintió casi de inmediato. De pronto las calles se vaciaron de mujeres”, escribió Homeira Qaderi en Dancing in the Mosque (Bailando en la mezquita), sobre la ciudad de Herat, donde tres generaciones de su familia vivían en una casa y donde, habían creído, los talibán no llegarían nunca.

La escritora nació en Kabul durante la ocupación rusa, de una madre artista y un padre maestro. Quizá ese destino le permitió seguir leyendo aun cuando, en la adolescencia, los talibán prohibieron los libros. Su abuelo los había guardado en un baúl que enterró en el patio, pero su padre, que cada primavera los sacaba a secar al sol, comprendió que para ella eran importantes: “La niña que escribe debe leer historias. Esconderé los libros en el sótano”.

En esas páginas Qaderi volvió a encontrar mujeres sin burqa. “No había una niña que fuera entregada a un anciano religioso de la ciudad, ninguna muchacha golpeada que se arrojara a un pozo para evitar que la apedreen hasta la muerte”.

A diferencia de su madre, a quien no le interesaban las noticias de la BBC porque contaban los mismos desastres que veía cada día de primera mano, sólo que contando únicamente a los muertos varones, ella había escuchado un informe sobre los talibán. Había pensado que debían ser soldados con botas como los rusos, o con pantalones anchos como las facciones Khalq o Parcham, o quizá como los muyahidines. “Pero no eran como ellos. Eran hombres jóvenes con barba y pelo largo y ojos delineados con kohl”. Siguió:

Los vi por las rendijas, detrás de la puerta principal, cuando pregonaban sus advertencias de que no debíamos tener en nuestras casas fotos, televisores o libros de las tierras de los infieles. Pronto me di cuenta de que eran muy diferentes de todos los demás combatientes que habíamos visto. No sólo tenían un aspecto polvoriento y deprimente, sino que también eran despiadados y furiosos.

Tras el cierre de las escuelas de niñas, comenzó a enseñar en la cocina de la casa; pronto se trasladó a una carpa para refugiados que fungía de mezquita, donde un talib la descubrió mientras, con mucho cuidado, pero no tanto como el de un fanático, un día dejó que los niños bailaran. Intentó mentirle; el talib se negó a escucharla porque su voz de soltera era pecaminosa. La intervención de un segundo talib permitió que la cosa no pasara a mayores.

Además del detalle cotidiano —cuenta, por ejemplo, como la casaron a los 17 años para que pudiera ir a Teherán, y acaso estudiar allí—, esta crónica es una radiografía social y política:

Cuando los talibán llegaron al poder, manipularon el precio del opio monopolizando su cultivo, cosecha y comercio. Sus enormes ganancias les permitieron comprar armas, pagar a sus tropas e implantar la sharía. Para agravar el sufrimiento de la guerra, una grave sequía se extendió por todo Afganistán, provocando la pérdida de muchas cosechas, y la gente del campo y de las pequeñas aldeas huyó a las grandes ciudades en busca de trabajo

El testimonio trágico se vuelve aún más amargo al leer las cartas al hijo de Qaderi, Siawash, que se alternan con los pasajes de sus memorias: Dancing in the Mosque está escrito para él, porque su ex esposo le quitó la tenencia cuando ella no aceptó que se casara con una segunda mujer.

Thriller (verídico) de espías

Ghost Wars (Guerras de fantasmas), del periodista Steve Coll, mereció el premio Pulitzer de no ficción en 2005. Se puede leer junto con otro libro de este ex editor de The Washington Post, Directorate S, sobre el mismo tema: un relato profundo de la inteligencia de las grandes potencias, en particular el papel de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y su par pakistaní, ISI, en la creación de alianzas que representan el mal menor pero traen extensas consecuencias.

La nueva edición de Ghost Wars incluye una serie de documentos desclasificados del segundo gobierno de Bill Clinton y del comienzo del de George W. Bush, en su mayoría solicitados por la Comisión Nacional sobre Ataques Terroristas en los Estados Unidos, que el Congreso creó en 2002 para brindar “un recuento completo de las circunstancias alrededor de los atentados del 11 de septiembre de 2001” y para realizar recomendaciones sobre cómo prevenir otros en el futuro.

“La espiral descendente que siguió al final de la Guerra Fría no fue menos profunda en Congo o Ruanda que en Afganistán”, presentó Coll. “Y sin embargo para los estadounidenses, el golpe recibido en la mañana del 11 de septiembre fue la tormenta de Afganistán. Una guerra que apenas conocían y un enemigo del que casi no estaban al tanto cruzaron océanos que ni la Luftwaffe alemana o las Fuerzas de Misiles Estratégicos soviéticas habían atravesado y se cobraron varios miles de vidas de civiles en dos ciudades. ¿Cómo había sucedido algo así?”.

Eso explica su libro, que reconstruye cómo luego de la retirada soviética de Afganistán los Estados Unidos perdieron interés en el territorio, algo que luego resultaría crítico: ya no podrían detener a Bin Laden. A partir de 200 entrevistas con los protagonistas principales, Coll muestra el crecimiento de los talibán, la transformación de Afganistán en un refugio para terroristas de al menos 12 países y una serie de traiciones internacionales.

“Hebra tras hebra de acciones oficialmente encubiertas, acciones encubiertas no oficiales, terrorismo clandestino y contraterrorismo clandestino se tejieron hasta crear la matriz de la guerra no declarada que estalló a la vista de todos en 2001″, sintetizó.

Desde los grandes espías que, al sugerir estrategias como apoyar a los muyahidines, soñaban con regalarle a la Unión Soviética su propia derrota al estilo de Vietnam, hasta figuras como Turki bin Faisal, quien fue jefe de inteligencia de Arabia Saudita desde 1979 (cuando la URSS invadió Afganistán) hasta el 1 de septiembre de 2001 (10 días antes de los atentados), la investigación de Coll se lee como un thriller con alianzas políticas tóxicas y desconfianzas que permiten el crecimiento sostenido de una organización terrorista.

La guerra de los cometas

“Amir agha, por desgracia, el Afganistán de tu juventud ha muerto hace tiempo. La bondad ha abandonado esta tierra y es imposible escapar de las matanzas”, le escribió Hassan a quien había sido su amigo en la infancia, y ahora vivía en los Estados Unidos. “Siempre las matanzas. En Kabul el miedo está en todas partes, en las calles, en el estadio, en los mercados, forma parte de nuestra vida, Amir agha. Los salvajes que gobiernan nuestra watanno conocen la decencia humana”.

La carta llega a manos de Amir seis meses más tarde de que los talibán hubieran asesinado a Hassan. Amir no lo sabía todavía cuando leyó:

El otro día acompañé a Farzana jan al bazar para comprar patatas y naan. Ella le preguntó al vendedor cuánto costaban las patatas, pero él no la oyó, creyó que era sordo de un oído. Así que ella volvió a preguntárselo elevando la voz y de pronto apareció corriendo un joven talibán que le pegó en los muslos con su vara de madera. Le dio tan fuerte que mi mujer cayó al suelo. Se puso a gritarle y a maldecirla y a decirle que el Ministerio del Vicio y la Virtud no permite que las mujeres hablen en voz alta.

Eso cuenta Cometas en el cielo, la novela del estadounidense de origen afgano Khaled Hosseini, que se mantuvo dos años en la lista de best sellers de The New York Times, se tradujo a 42 idiomas y fue adaptada al cine por Marc Forster.

Cuando se entera de la ejecución, a Amir se le mezclan las imágenes: Hassan en 1974, mirándose al espejo luego de la operación de su labio leporino, Hassan en el presente forzado a arrodillarse por un talib, que presionó su Kalashnikov contra la nuca y le voló la cabeza. “Hassan desplomándose en el suelo, su vida de fidelidad no correspondida escapando de él como las cometas arrastradas por el viento que solía perseguir”.

En la infancia Amir y Hassan, quien era de la etnia hazara y trabajaba para el padre de Amir, parecían hermanos: así de unidos pasaban la vida, a pesar de las diferencias sociales, en un Afganistán que, a comienzos de la década de los setenta, no imaginaba que pronto se desangraría en el caos. Los niños remontaban cometas y un día, en un torneo infantil, se enfrentaron, cada uno con la suya, en el cielo, como pronto en la tierra habría otros enfrentamientos.

Tras una vida separados, esa carta llena de cariño llegó a las manos de Amir no solo tras la muerte de su autor, sino con una misión. Amir decidió volver a Afganistán en plena catástrofe de los talibán para cumplirla. Porque más allá de la traición y la política, Cometas en el aire es una novela sobre la amistad: “De repente, la voz de Hassan me susurró al oído: ‘Por ti lo haría mil veces más’. Hassan, el volador de cometas de labio leporino”.

Lecturas académicas del extremismo

The Taliban and the Crisis of Afghanistan (Los talibán y la crisis de Afganistán) es una colección de ensayos de “historia contemporánea”, según describieron sus editores, Robert Crews y Amin Tarzi, para enfatizar que no contiene propuestas políticas. “El pasado reciente de Afganistán se ha visto herido con demasiada frecuencia por recetas políticas que han tratado de imponer esquemas rígidos de transformación adaptados de la modernización y otras teorías universales”, argumentaron.

En su prólogo recordaron que en los años 2006 y 2007, cuando se los creía dispersos luego de las acciones de los Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, los talibán recuperaron mucho territorio mientras en otros países mantenían su presencia con ataques suicidas, secuestros y asesinatos. “Una de las premisas centrales de este libro es que la tenacidad de los talibán —su rechazo a abandonar el escenario de la política afgana— sólo se puede comprender al situarlos en la historia de Afganistán y sus regiones y pueblos tan heterogéneos”, sintetizaron.

Así los textos —de los editores y también de Abdulkader Sinno, Juan R. I. Cole, Lutz Rzehak, Atiq Sarwari y Robert L. Canfield, entre otros— analizan tanto el origen del movimiento como su evolución en el tiempo, su capacidad de afectar el futuro de la región tanto como las cuestiones étnicas e históricas que los alimentaron. “El libro no presenta un punto de vista homogéneo del fenómeno”, advirtieron. “Los lectores encontrarán diferentes puntos de vista y énfasis distintos”.

La pregunta básica de la antología es si los talibán, “un movimiento militantemente tradicionalista” es realmente algo novedoso en la historia afgana o no. “La mayoría de los observadores han llegado a ver a los talibán como una creación extranjera en esencia, un instrumento de los intereses geopolíticos de Pakistán en el mundo posterior a la Guerra Fría”, observaron. “Al mismo tiempo, muchos han señalado que la utopía teológica del movimiento evoca un periodo imaginario de pureza en el islamismo temprano, que lo caracteriza como esencialmente ‘medieval’ y ‘antimoderno’”.

Agregaron: “Lo que falta en esta perspectiva, como muchos autores demuestran en estos ensayos, es una consideración de las numerosas continuidades y rupturas en la historia afgana”.

Sin sorpresa, entonces, este libro publicado en 2008 vuelve a tener actualidad en 2021. El “resurgimiento” o la “reinvención” de los talibán devuelve el interés a un grupo de ensayos sobre cómo “aun fuera del poder, los impulsores de este movimiento han conservado, o recuperado, cierta atracción, en particular dadas las numerosas fallas del gobierno post talibán para mejorar las vidas de los afganos en muchas regiones del país”.

Seis meses con una familia de Kabul

Al llegar a Kabul luego de la salida de los talibán, con las fuerzas de la Alianza del Norte, la periodista noruega Asne Seierstad, quien había pasado seis semanas cubriendo la campaña militar en las montañas de Hindu Kush y el valle de Panshir, conoció a Sultán Khan, propietario de una librería. No podía creer que, luego de ver casi exclusivamente armas o la naturaleza, de pronto pudiera “hojear libros y charlar sobre literatura e historia”. Detalló en El librero de Kabul:

En las estanterías de Sultán Khan abundaban obras en varias lenguas: colecciones de poesía, leyendas afganas, libros de historia, novelas... Como buen vendedor, me vendió siete libros en mi primera visita. Volví a menudo cuando tenía tiempo para mirar libros y seguir conversando con el curioso librero, un patriota afgano a menudo frustrado por su país.

—Primero, los comunistas me quemaron los libros, luego los muyahidin saquearon la librería y finalmente los talibán volvieron a quemar mis libros —me contó el librero.

Seierstad vivió durante seis meses con la familia del librero —que en realidad se llamaba Shah Muhammad Rais, como se supo cuando su segunda esposa demandó a la noruega, sin resultado, por invasión de la privacidad— y escribió un relato que vendió más de dos millones de ejemplares en el mundo.

El libro es una exploración del choque de culturas. Muestra a Rais/Khan como un héroe que dos veces fue detenido por su dedicación a preservar la historia y el arte afganos y que debió asistir a la quema de sus libros en 1999 —excepto los que tenía escondidos, porque desde la llegada de los talibán en 1996 esperaba que eso sucediera—, sin por eso perder las esperanzas de que su colección de volúmenes raros pudiera alguna vez ser la base de una biblioteca nacional.

Pero al mismo tiempo es un hombre que es capaz de enviar a Pakistán a quien fue su esposa durante 16 años para sumar una segunda esposa de 16 años de edad; que tiene prácticamente esclavizada a su hermana menor, Leila, a cargo de su hogar; que no vacila en denunciar a un hombre paupérrimo que le robó unas postales y que se asegura que le den tres años de cárcel aunque su esposa y sus siete hijos queden sin recursos; que obliga a su hijo de 12 años a vender dulces en un cubículo del vestíbulo de un hotel, al cual el niño llama “la habitación triste”.

Muchas descripciones detallan la discriminación contra las mujeres y el abuso, aun cuando los talibán se han ido: Leila, la hermana del librero, es maestra, pero no puede enseñar porque ninguno de sus familiares varones se ha molestado en acompañarla al Ministerio de Educación para hacer los trámites. Para contar la burqa, la noruega eligió el punto de vista de una mujer enfundada en una, que debe seguir a otras dos: “La pierde de vista una y otra vez. Su burka ondeante se confunde con todas las demás burkas ondeantes y azules”.

De la crueldad absurda de los talibán, que prohibieron los tacones porque el ruido distrae a los hombres y cortaron dedos de las manos y los pies de las mujeres que se los pintaban, a la vida familiar de los Rais/Khan, las historias personales arman una historia mayor. Que dados los acontecimientos recientes, resuena con ecos siniestros:

Yo pasé en Kabul la primera primavera después de la huida de los talibán. La temporada estaba animada por una tenue esperanza: los habitantes se alegraban de su partida, ya no tenían que temer que la policía religiosa les molestase por las calles, las mujeres volvían a caminar solas por la ciudad, podían estudiar y las niñas podían ir a la escuela. Pero esos meses también estuvieron marcados por las decepciones de las décadas pasadas. ¿Por qué ahora iban a mejorar las cosas?

Otros títulos de interés para aprender sobre el tema:

Descent into Chaos, de Ahmed Rashid. Otro libro del periodista pakistaní que retoma donde Los talibán dejó y analiza la política de los Estados Unidos en un territorio volátil, mientras del combate contra el terrorismo se pasó casi inadvertidamente al colapso de Afganistán.

The Wars of Afghanistan, de Peter Tomsen. El ex embajador y enviado especial de los Estados Unidos a Afganistán entre los años 1989 y 1992 analizó 40 años de historia con una enorme cantidad de información directa para mostrar cómo el país pasó de ser un peón en la Guerra Fría a convertirse en un territorio en guerra.

The Taliban Reader, edición de Alex Strick van Linschoten. Una colección de documentos de gran variedad y fuentes originales, materiales por primera vez al alcance de académicos y estudiantes que analicen el movimiento.

Yo soy Malala, de Malala Yousafzai (con Christina Lamb). En la traducción de Julia Fernández, el libro de la premio Nobel de la Paz 2014 cuenta su historia de lucha contra lo talibán que se apoderaron del valle de Swat en Pakistán, donde vivían los Yousafzai. Por su lucha por la educación de las niñas, Malala fue atacada a tiros en la cabeza; sobrevivió para contar su historia, marcada por el terrorismo que, a la vez que la desplazó, la convirtió en una activista por los derechos de las minorías.

“Estamos viendo consternados cómo los talibán toman el control de Afganistán”, escribió Yousafzai en Twitter días atrás. “Estoy profundamente preocupada por las mujeres, las minorías y los defensores de los derechos humanos. Los poderes internacionales, regionales y locales deben pedir de inmediato un alto al fuego, dar ayuda humanitaria urgente y proteger a los refugiados y civiles”.

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