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Punto de vista
Hiroshima y Obama
Eran las 8 y 15 de la mañana del 6 de agosto de 1945 cuando, a 600 metros de altitud, la bomba explotó en una bola de fuego infernal. En microsegundos, el aire hirvió a decenas de millones de grados centígrados. Abajo, se incendiaron, reventaron, se vaporizaron. Tras la explosión, la onda de choque (a unos 30 mil °C, cinco veces la temperatura de la superficie solar) avanzó a velocidades escalofriantes: lo devoraba todo. Luego, en la hirviente atmósfera de devastación, hubo un perfecto silencio que el viento interrumpió con la lluvia de ceniza humana de 70.000 personas.
Obama en Hiroshima, hace pocos días, fue directo: “Han pasado 71 años desde aquel día. Era una mañana luminosa y sin nubes. La muerte cayó del cielo y el mundo cambió”. Para el poderoso, la muerte sobre la ciudad llegó solo como destino fatal, sin mano visible que portara ese demencial sol sobre aquellos humanos copos de ceniza. EE.UU. no se disculpa con nadie por el lanzamiento de las bombas atómicas, no tiene que mendigar perdones ni comprensión.
Obama tampoco habló de la lluvia negra que cayó sobre los sobrevivientes. 245.000 personas murieron hasta finales de 1945 y miles más de hibakushas, como Sadako, llevaron impregnados en su piel el horror de Hiroshima y Nagasaki. En 1954, Sadako Sasaki fue internada. A sus 12 años, en una cama de hospital, se aferró a la vida: con todas sus fuerzas, en desesperada lucha contra la leucemia, comenzó a doblar inanimados papeles para dar vida a mil grullas de origami que, según la esperanzadora leyenda japonesa, cumpliría sus deseos imposibles. Mientras su habitación pequeña se poblaba de decenas y, luego, cientos de coloridas grullas, cada pliegue le requería mayor esfuerzo. El 25 de octubre de 1955, falleció; pero las grullas en origami son, ahora, símbolo del deseo de paz.
Al pie del obelisco de 169 metros de altura, en honor a Washington, una camioneta alarmó a toda la nación. En su interior, habría 500 kilos de explosivos. El secuestrador del monumento de mármol y granito iba a “hacer estallar si no se prohíben las armas nucleares”. Tras varias horas en que infructuosamente exigía que se inicie un “debate nacional” sobre el armamento nuclear, era fulminado el 8 de diciembre de 1982 por francotiradores. Igual, tampoco se habló que, antes, Norman Mayer, de 70 años, había permanecido dos meses en un plantón frente a la Casa Blanca, sin resultados. En el obelisco, la camioneta estaba vacía.
El lanzamiento de las bombas atómicas condicionó la rendición de Japón ante EE.UU. y no ante Unión Soviética. Que el frente comunista se amplíe hasta Japón fue frenado con dos esferas de fuego. Setenta años después, una madrugada atómica es un fantasma que se cierne sobre el planeta. El armamento nuclear es un problema para la humanidad y su solución pasa por un sistema no capitalista. Aquello de “socialismo o barbarie” conlleva la urgente necesidad de la militancia mundial antinuclear. (O)