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Este domingo se celebrarán las elecciones autonómicas de las que saldrá un nuevo Parlamento

El discurso del miedo se impone en la campaña electoral de Cataluña

Un balcón en el Ayuntamiento de Santpedor está adornado con una bandera catalana. Foto: AFP
Un balcón en el Ayuntamiento de Santpedor está adornado con una bandera catalana. Foto: AFP
26 de septiembre de 2015 - 00:00 - Gorka Castillo. Corresponsal en Madrid

El reloj de la estación central de Sants de Barcelona, el principal nudo de comunicaciones terrestres de una urbe con casi tres millones de habitantes, nunca se retrasa. Tres trabajadores vigilan dos veces al día que marque la hora exacta. Y aunque cientos de personas pasan a su lado cada minuto, nadie repara en él. Sants es hoy una de las metáforas de los tiempos que corren en Cataluña. Ciudadanos de todas las razas comparten un espacio común sin saber en qué país estarán cuando el lunes salga el sol por la mañana. Las elecciones del domingo han elevado la temperatura política española hasta límites volcánicos. Nadie se reserva nada. Es como si la hora de la verdad hubiera llegado al fin. Mariano Rajoy envió ayer a su ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo, a un debate televisado con el líder de Esquerra Republicana (ERC), Oriol Junqueras, un experto en historia y en la formación de los Estados modernos en Europa. El motivo era discutir sobre la viabilidad o no de la doble nacionalidad que los 7 millones de catalanes podrían adquirir si el domingo se proclama la independencia en Cataluña. El Gobierno insiste en que perderán su pasaporte español y quedarán relegados a la marginalidad absoluta en Europa pese a que la Constitución no lo recoge de forma expresa. “Oriol, se os quiere mucho. No rompamos”, dijo un contemplativo Margallo haciendo uso de sus herramientas diplomáticas. “Ya es un poco tarde. Queremos construir un nuevo Estado”, le respondió Junqueras.

Pero no solo el PP ha visto las patas del lobo asomando por debajo de la puerta electoral. El PSOE también ha movilizado en esta angustiosa recta final de campaña a Felipe González, quien volvió a mostrar su obsesiva fijación por Venezuela y su cada vez más debilitada empatía social. El expresidente español puso su voz en el cielo contra “las aventuras revolucionarias que acarrean 70 años de miseria”. Su discurso fue un somero resumen de todos los miedos que los medios de comunicación vienen agitando desde hace días, con la colaboración de instituciones financieras y políticas del Estado. Si el martes se anunció la posibilidad de aplicar un “corralito” a Cataluña si opta por la independencia, ayer el gobierno de Rajoy tuvo que rectificar la esperpéntica traducción que el PP difundió del discurso en inglés del presidente de la Eurocámara, Jean-Claude Juncker, sobre Cataluña. Según la nota en español, Juncker negó cualquier posibilidad de que la UE reconozca a un nuevo país que declare de forma unilateral su independencia. Según la versión en inglés, que para el Parlamento europeo es la única válida, “no corresponde a esta institución valorar cuestiones de organización interna de los Estados miembros”. Cualquier cosa parece útil en esta guerra turbia que ahora se libra en España. Por si no fuera suficiente, el fútbol ha entrado en acción, quizá con la esperanza de que el FC Barcelona una lo que las ideologías separan. El caso es que el presidente de la Liga de Fútbol Profesional, Javier Tebas, anunció que el Barça no solo tendrá que renunciar a jugar contra el Real Madrid o el Bayern de Múnich, sino también deberá desprenderse de sus rutilantes figuras si Cataluña declara la independencia. Y, claro, vaticinar el apocalipsis blaugrana es abrir la caja de Pandora del enfrentamiento en lugar de la claudicación y el miedo. Los falangistas han salido de las catacumbas donde se encuentran para declarar en un comunicado que no dudarán en sacar las armas si se produce la declaración unilateral de soberanía “como ya lo hicimos en 1936 en la guerra civil”.

Pero hoy es el siglo XXI y la realidad es que el independentismo catalán impregna cada esquina de Barcelona. En los balcones lucen banderas catalanas no oficiales, las que muestran la estrella azul, la estelada como aquí es conocida, que un político independentista trajo en 1908 de Cuba para convertirla en el símbolo libertario de la opresión española. Nadie duda de que el domingo ganará el sí a la independencia. Incluso Podemos, que hace campaña a favor del no pero respetando el derecho a decidir que piden millones de catalanes, da por hecho su derrota. Su líder nacional, Pablo Iglesias, lleva días recorriendo pueblos y ciudades repitiendo el mismo mantra de “quédense en España para que juntos echemos a Rajoy”. Ni por esas.

Lo ha dicho Artur Mas esta misma semana: “El tiempo de negociar se agotó”. El problema es que Cataluña no celebra ningún referéndum sino unas elecciones autonómicas de las que brotará un nuevo parlamento y otro gobierno. La expectación ante el cómo se resolverá este dilema crece por momentos. (I)

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