Ecuador / Viernes, 12 Septiembre 2025

Primer día del año lectivo 2011-2012. Hay cambio de autoridades en el plantel y la flamante Directora comienza su discurso con la fórmula de rigor: “Señores padres de familia, es grato para mí comenzar el nuevo año lectivo saludando a la sagrada bandera tricolor que cobija nuestros propósitos”. Las madres de familia buscan con la mirada a los padres de familia. Hay muy pocos. La mayoría de asistentes a la inauguración del año escolar son mujeres. Algunas se miran entre ellas y sonríen.

Terminado el acto cívico la nueva Directora visita cada una de las aulas. Entra al séptimo grado de educación básica y da la orden: “¡Niñ­os, de pie!” Los niños se levantan de inmediato. Las niñas siguen sentadas en sus pupitres. Molesta, la nueva Directora regaña largamente a las niñas por su falta de respeto a la autoridad. Una niña alza la mano y la autoridad le da la palabra de mala gana.

–A ver, ¿qué quieres decir?

–Que usted dijo: “niños de pie”.

–¿Cómo?

–Que no pidió a la niñas que nos levantáramos.

La Directora no sabe cómo actuar pero es lo suficientemente arrogante como para no disculparse. Abandona la sala de clases como una tromba. La nueva autoridad escolar tiene muchos títulos y diplomas pero quizá le falta desempolvar los papeles en los que estudió, para refrescar esos conocimientos y relacionarlos con el contexto actual.

En el siglo anterior se dieron extraordinarios aportes a los estudios del lenguaje humano. La gramática generativa, la gramática estructural y la lingüística antropológica contribuyeron a esclarecer los mecanismos y funciones del lenguaje. La antropología lingüística permitió identificar la influencia de la lengua y el peso de los estereotipos en la construcción de la identidad. Dichos estudios evidenciaron que la lengua no es solo un sistema de comunicación sino un agente de socialización que ejerce directa incidencia en la formación de la subjetividad. La mediación del lenguaje modela la subjetividad personal con componentes de autoestima o de inseguridad; de plenitud o de vacío.

Soy, luego existo, decía Descartes para relacionar la esencia humana con su existencia. Aplicada la sentencia al lenguaje correspondería decir: Me nombran, luego existo. La omisión del nombre excluye al sujeto de un contexto. Si esa omisión es sistemática —como ocurre aún con las mujeres y las niñas— termina invisibilizándolas, anulándolas. El lenguaje no es aséptico y trasporta en sí las desigualdades que existen en la realidad social, incluso las sacraliza. En cuanto las mujeres y las niñas son aisladas o degradadas en la vida real, el lenguaje refleja dicha anormalidad.

El feminismo cuestiona radicalmente el sexismo lingüístico, la desigualdad que excluye a las mujeres del lenguaje. Hablar en masculino omitiendo la existencia femenina contribuye a mantener la jerarquía sexual. El lenguaje todavía es un reducto de segregación. Si no se las incluye explícitamente, las niñas construyen su subjetividad desde la carencia de representación y la inexistencia simbólica. No adquieren identidad propia sino como un reflejo incompleto del niño y, desde esa óptica, resulta fácil direccionarlas a deformarse a la medida de los deseos y necesidades de los hombres, esto es, a mantenerse en la dependencia, la sumisión y la minusvalía.

La pretensión de hablar y escribir con corrección, esto es, conforme a lo estipulado por la gramática normativa, sobrevalora el purismo estricto. Lo contrario aparece como un signo de ignorancia y de mal gusto, de atropello a la lengua. El resabio machista ridiculiza o se molesta frente a la pretensión de las mujeres de exigir un lenguaje inclusivo.

La lengua no es una creación divina sino un sistema de comunicación
humana susceptible de cambiar al tenor de los tiempos. La RAE se negó varias veces a modificar la normativa gramatical lo cual es justificable si aceptamos que la Academia actúa después de los hechos, es decir, cuando el habla se impone sobre la lengua..
Por suerte, la lengua no es una creación divina sino un sistema de comunicación humana susceptible de cambiar al tenor de los tiempos. La RAE se negó en muchas ocasiones a modificar la normativa gramatical lo cual es justificable si aceptamos que la Academia actúa después de los hechos, es decir, cuando el habla se impone sobre la lengua, como decía Saussure. Aunque todavía hay profesionales mujeres que se siguen llamando Fulana de tal: médico, o Menganita: arquitecto, porque asignan el prestigio a lo masculino, tales designaciones no son comunes. No se hablaba de juezas porque eran muy escasas; ni de presidentas porque no aparecían todavía en el panorama político. En los últimos años nos hemos referido sin empacho a la presidenta Bachelet o la jueza Rocío Salgado aun antes que la máxima institución que regula la lengua española lo haya admitido. La Academia no puede mantener indefinidamente sus precauciones porque la realidad social la sobrepasa. Ha tardado mucho en anular el genérico masculino y admitir el femenino en las profesiones. En el actual Diccionario de la RAE están eliminados los estereotipos en la acepción de lo femenino como lo ‘débil’ y ‘endeble’ frente a lo ‘varonil’ y ‘enérgico’ asignado a lo masculino.

Ha sido más eficiente al incluir la palabra ‘feminicidio’ un concepto creado por la antropóloga e ilustre feminista mexicana, Marcela Lagarde, para nombrar al asesinato de las mujeres por el solo hecho de ser mujeres, resolución que es un espaldarazo académico frente a la lucha de las mujeres y contra la tolerancia social y del Estado.

Como ha expresado Marcela: “nombrar para nosotras es la mitad del cambio”. Sin embargo hay que cuidar que la exigencia de la inclusión de mujeres y hombres en el lenguaje no caiga en excesos. Por ejemplo, feminizar todos los sustantivos o duplicarlos innecesariamente. En el primer caso corresponde buscar alternativas como el uso de los sustantivos comunes y los sustantivos colectivos; en el segundo se puede acudir a la alternancia en la mención del masculino o el femenino. Se ve con pesar y malestar que en ciertos espacios donde prima la jerarquía se obliga a nombrar reiteradamente a los ciudadanos y las ciudadanas, a los trabajadores y las trabajadores, a los jóvenes y las jóvenes (siempre en ese orden) limitando a esa formalidad el mandato constitucional de la inclusión. Pero esa duplicación excesiva y continua resulta una estrategia contraproducente que realmente golpea a la lengua, entorpece la comunicación y alienta a la crítica sesgada.