¿Podemos hablar de una tradición en la narrativa ecuatoriana que aborde temáticamente la homosexualidad? No, y tampoco creo que exista en el continente un país que tenga una, a pesar de que Argentina nos dio a dos de los más grandes escritores de la región que reflexionaron sobre el asunto con una vasta obra: Manuel Puig y Néstor Perlongher.
Hay, en efecto, narrativas explícitas pero dispersas en este campo a lo largo del siglo XX que, con las limitaciones que tuvieron algunos autores, desarrollaron este ‘problema’. Y digo problema porque me imagino lo que un narrador de inicios del siglo XX tuvo que enfrentar para representar textualmente algo que no tenía nombre (como la homosexualidad, lo trans o la intersexualidad), pero si tenía cuerpo.
Esto hizo que mucha de la literatura que pisó el terreno de las sexualidades ‘disidentes’ fuera narrada, por ejemplo, a partir del silencio o del ocultamiento, como en el ultracomentado relato Un hombre muerto a puntapiés, de Pablo Palacio .
Y claro, no es fácil enfrentarse literariamente a este tipo de temas cuando el canon de la literatura latinoamericana desde el siglo XIX erigió un discurso que se preocupó por el tema de lo nacional, los valores fundacionales con los que cada país tenía que construirse y el prototipo de sujeto social que debía moldearse. Entonces, a la nación se la imaginó desde una mirada cerrada y excluyente, y a ese sujeto se lo pensó desde una matriz blanca (o si era mestizo era blanqueado), heteronormada, patriarcal y de una determinada clase social.
¿Y el resto? Era parte del paisaje que no se nombraba pero que se tenía conocimiento de que existía. Y aquí no necesariamente me refiero a las sexualidades diversas (ni siquiera hablemos de género en esa época), sino a las mujeres, indígenas y negros, entre otros grupos que fueron subalternizados por el otro a través de la palabra.
Es notorio que hubo un relato hegemónico de la historia. Era un relato nacional que olvidó los pequeños hechos de la cotidianidad. Pero hubo excepciones, como, por ejemplo, el de la escritora argentina Juana Manuela Gorriti, una de las pioneras de lo podríamos denominar como literatura fantástica. Ella le dio la vuelta a ese tipo de relatos nacionales y tomó como excusa las guerras de independencia para narrar los dolores personales de una mujer que se ve enfrentada a la ausencia de su pareja porque tiene que ir a luchar por su país.
Ya a inicios del siglo XX, en plena ola de la modernidad, nos enfrentamos a una literatura que empieza a ver hacia los vértices y pone en evidencia, porque los cuerpos siempre han estado presentes, a otros sujetos y discursividades de la historia. Sucede también que ya en el desarrollo del siglo XX se produce un contrarelato, en el que la literatura que topa estos temas llega a saturar las librerías. Y ese fenómeno es entendible, si consideramos que el cuerpo, al ser el sacrificado de la historia, y ahora que tiene las condiciones para representarse en el texto escrito, debe regresar con toda la agresión posible, como planteaba Severo Sarduy.
En Ecuador esa producción narrativa existe, pero no diría que como fenómeno. Está diseminada en varios relatos como referencia, denuncia o signo semántico. Está en los cuentos de María Auxiliadora Balladares o de Juan Carlos Cucalón, en la poesía de Roy Sigüenza y en las novelas de Huilo Ruales Hualca, entre otros textos más.
Pero sucede algo interesante. Si en el siglo XXI tenemos todo un glosario de palabras para referirnos a estos sujetos, inclusive la teoría queer ha calado hondo en nuestro territorio, la literatura ecuatoriana contemporánea que más me ha llamado la atención ronda esta temática como lo hizo Pablo Palacio: hay un cierto ocultamiento de la ‘condición’ los personajes, pero que hace evidente cuando se va narrando la historia.
El resto de las artes en el Ecuador tienen el mismo desarrollo que la literatura: diseminada y se dan por períodos. Me situaré en el 2013, año en el que sucedieron dos eventos importantes para las artes de las diversidades sexuales y de género: La Feria del Libro de Guayaquil y la primera Bienal de Arte GLBTI ContraNatura. En la primera el erotismo fue el eje y, evidentemente, la sexualidad también. Destaco la exposición curada por el poeta cuencano Cristóbal Zapata Erotopías, cuerpo y deseo en el arte ecuatoriano, en la que se convocó al trabajo de artistas como Tomás Ochoa, Eduardo Solá Franco, Wilson Paccha, etc; y el lanzamiento de los libros Cuerpo adentro, historias desde el clóset antologado por Raúl Serrano y La astillada sombra de Sodoma de Luis Carlos Mussó. Ambos recojen el trabajo en cuento y poesía desde inicios del siglo XX sobre el homoerotismo en Ecuador.
Mientras que la Bienal ContraNatura convocó a un nutrido grupo de artistas de diferentes disciplinas: Pedro Artieda lanzó el libro Bajo el hábito; Ana Almeida presentó la exposición fotográfica Trans Civitas; en el Estudio de Actores se interpretó la obra teatral De hombre a hombre con la actuación de León Sierra Páez y Daniel Guðmundsson; y el artista plástico Damián Pérez estrenó la muestra Ángeles y Demonios.
Quiero destacar que la Bienal, así como la Feria del Libro, resultaron un importante puente para conectar la experiencia del pensamiento crítico y la creación artística, con el de la realidad social. Además, nos puso al tanto de lo que se está produciendo actualmente.
Ahora, ¿por qué hablamos de literatura de corte homosexual mientras que la heteresexual no necesita de esa diferenciación?, ¿siempre que un texto recorre estas historias necesita de una etiqueta, de una lectura de género? El arte, como representación (casi siempre) de de la realidad, nos ayuda, no solo a poner sobre el tapate a ciertos cuerpos, sino que los problematiza socialmente. Y sí, considero que es necesario este tipo de tratamientos y lecturas porque como mencionaba alguna vez la académica Ana María Goetschel: “Es necesario revisar la historia desde un enfoque de género porque dentro del estudio de la historia no se ha considerado ese análisis. No se ha tomado en cuenta la participación de las mujeres ni de sectores que no han sido reconocidos oficialmente dentro de la sexualidad permitida. Lo que ha primado es una mirada sesgada de la historia”.
Entonces, hay que descentrar esa mirada a través de nuevas lecturas e interpretaciones, sin tener miedo al uso de categorías para estudiar a la literatura.