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Literatura
Una historia de locos
Traten de entenderme, yo a Umberto lo conocí a los dieciocho años.
En ese entonces, pensaba aún en sucres y creía que el lenguaje era algo que podía asirse, realmente aprehenderse, si una subrayaba aplicadamente cada palabra desconocida que encontrase en un texto. Si sabías qué significaban significante y significado, estabas al otro lado, en el de los elegidos. Creía, de hecho, que eventualmente llegaría a un conocimiento absoluto; era crédula, quizás estaba un poco loca.
Quizás estamos todos locos aún o, con el respeto debido, ustedes.
Umberto hacía sentir eso con sus libros: el mundo era alcanzable, el altísimo universo de los intelectuales, el de las palabras difíciles, el de las historias importantes. No sé si me enamoré de él, pero sí pensaba que era muy atractivo que un hombre te diera el poder de descubrir, de indagar, que te incitara a ello. De alguna forma, me puso orden en la lectura: nada de leer con la ilusión de descubrir solamente el final de la trama, nada de pasarse a tontas y locas los diálogos, había que reparar en los resaltes tipográficos; y al final, por favor, te pedía disfrutar la lectura, que no hay para qué tomarse tan en serio al lenguaje, a la literatura y al mundo en general.
Lectora de primer nivel (un poco loca, un poco ingenua, con la inocencia malvada de los niños)1
El péndulo de Foucault (1988) fue la segunda novela que escribió Umberto Eco. Después del éxito que el semiólogo obtuvo por El nombre de la rosa (1980), la expectativa que cayó sobre su —entonces— nueva obra fue tremenda: todos esperaban con ansias otra trama detectivesca entre monasterios o lugares casi sacros. ¿Cómo se las iba a ingeniar esta vez esa biblioteca andante que era Eco?
La trama es realmente sencilla: un grupo de intelectuales descubren una ‘pista’, un papelito donde supuestamente se devela un plan de los Caballeros Templarios para descubrir un mecanismo para dominar el mundo. La leyenda del Grial no es otra cosa sino una metáfora de la gran búsqueda, quizá del nombre de Dios, del Ombligo del Mundo, del punto exacto que hace temblar de placer a la Madre Tierra.
Por puro juego, estos intelectuales inventan una historia, una narración para conectar los puntos inciertos que van descubriendo en el camino, y van añadiendo y quitando nombres, conectando datos, permutando sitios, nombres, referencias. Recurren a cuanta pista bibliográfica encuentran y son capaces de, incluso, incluir en su intriga de papel a personajes históricos. Así, en el Plan que inventan, actúan los reyes de Francia e Inglaterra, un par de pontífices, los Asesinos, los Caballeros Templarios, los Rosacruces, Cristo, sus acólitos, y todo aquel que en algún momento de la humanidad haya tenido un ápice de poder.
Hacia el final, alguien se toma demasiado en serio el Plan y la conjura universal pasa del papel a la realidad, con asesinos, trampas, iniciados, secretos, etc., todos los ingredientes para una trama que parece ser más interesante que la vida de los hombres que construyen la historia.
Años después, un vendedor de novelas fáciles retomaría este tema de la búsqueda del Grial y dejaría con la boca abierta a millones de lectores de primer nivel al enfrentarlos a la posibilidad de que Jesús de Nazaret haya tenido relaciones matrimoniales con María Magdalena. ¡Oh novedad, oh blasfemia sabrosa con tintes de telenovela histórica! Pero, insisto, esto ya lo había contado Eco, y no se lo había inventado, pues era ya parte de la comidilla de quienes andaban hurgando en libros antiguos, muy antiguos.
Por suerte para los lectores de Umberto, esa historia era parte de un acervo enriquecido por el humor y por otras cosillas que, ya a estas alturas, no puedo explicar como lectora de primer nivel.
Al segundo piso, pues.
Lectora de segundo nivel (desconfiada, divertida, obsesivo-compulsiva, y algo ñoña, la verdad)
Érase una vez en Milán… (no, no una vez, época de los setenta, y luego de los ochenta, se tejen revoluciones, se erigen utopías, y luego llega la decepción). Bueno, en la época de los ochenta en Milán se juntan tres intelectuales —Casaubon (el narrador), Diotallevi (supuestamente judío) y Jacopo Belbo (protagonista a rastras, contra su voluntad)— para tejer una historia detrás de la Historia de la cultura occidental. Para ellos, todo está conectado para construir una conjura en la que los templarios (un nombre temporal), persiguen la ubicación del Grial, del verdadero punto a través del cual el mundo estaría de rodillas. Conjura política, económica que, por cierto, ha sido el motor de la historia de Occidente.
Pero más allá de la trama detectivesca hay una postura frente al mundo, al lenguaje (bla, bla, bla, el mundo es lenguaje y viceversa, bla, bla, bla), una especie de reproche entre socarrón y resignado. Y quien representa esta actitud es Jacopo Belbo, aquel que se ha adentrado demasiado en el Plan, y que, a su vez, elabora una serie de teorías sobre los locos, el papel del lenguaje en el mundo (bla, bla, bla, el mundo es lenguaje y viceversa, bla, bla, bla).
Belbo, encargado de una editorial en Milán, ha prometido no escribir, no crear, “no afligir al mundo con un manuscrito más”2. Pero no puede evitarlo. Crea el Plan, en ‘coautoría’ con Casaubon y Diotallevi, pero crea; y quizá su gran yerro sea creer más suyo que de otros el famoso Plan, y por eso es el primero en caer en la trampa que tienden los otros, los que quieren creer, que buscan qué buscar. Cae, por supuesto, por algo que podríamos llamar ingenuamente amor, pero que también podemos llamar posesión (da igual, dirán algunos). En fin, Belbo, para vengarse de quien él cree su rival más aventajado frente a Lorenza Pellegrini, objeto del deseo, esgrime este Plan, se hace el misterioso, el intrigante, y lanza un anzuelo para que el otro pique y se pique. ¿Pero no querías eso, Belbo? El anzuelo lo agarró un tiburón. O un loco. Da lo mismo.
Péndulo inmóvil en San Agustín, de Oscar Santillán.
Casaubon intenta salvar a su amigo, pero en el intento, y en el acto de rememorar cómo fueron construyendo el Plan, elabora un nuevo texto. Es, de hecho, el que teje el texto para nosotros, el que aflige al mundo con otro manuscrito (con un autor embozado detrás, por supuesto), basado, a su vez, en el texto que creó Belbo ‘sin querer queriendo’, a la pasada, casi.
Para confundirse, ¿eh?
No tanto. Solo hace falta ironizar un poco, a la par de los personajes, a cada momento. Burlarse de una misma, que se tomó tan a pecho la lectura que se le ocurrió buscar traductores para cada frase en lengua extranjera, muerta o viva (¡horror!), y para cada epígrafe. Inútil trabajo, la idea no es entender literalmente, sino ver detrás y por debajo del papel tapiz y de cada cita insidiosa del texto. Acaso el narrador no quiera sino demostrar una de las teorías de Belbo sobre los locos, esos seres que son capaces de encontrar conexiones para apoyarse hasta en la etiqueta del detergente:
Al loco se le reconoce enseguida. Es un estúpido que no conoce los subterfugios. El estúpido trata de demostrar su tesis, tiene una lógica, cojeante, pero lógica es. En cambio, el loco no se preocupa por tener una lógica, avanza por cortocircuitos. Para él, todo demuestra todo. El loco tiene una idea fija, y todo lo que encuentra le sirve para confirmarla. Al loco se le reconoce porque se salta a la torera la obligación de probar lo que se dice; porque siempre está dispuesto a recibir revelaciones. Y le parecerá extraño, tarde o temprano el loco saca a relucir a los templarios.
Umberto Eco, El péndulo de Foucault
Resulta que el libro está lleno de epígrafes, de notas, de datos que el lector puede o no asimilar, como un loco tratando de llegar al centro de esta trama. Tal como lo hacen los personajes, tal como lo hace Belbo, en realidad, que reniega de la creación cuando en realidad es él quien gesta el texto de la novela desde su posición de no crear: la acción se inicia gracias a que Casaubon lo busca y empieza a decodificar los archivos de su computadora. Y para este detective de biblioteca, al final, la película está clarísima: los que buscan están locos, Belbo está loco, y nadie, en realidad, repara en lo importante, en la sencillez del mensaje, de cualquier mensaje: “He comprendido. La certeza de que no había nada que comprender, esa debía ser mi paz y mi triunfo […] No basta con haber comprendido, si los otros se niegan a aceptarlo y siguen preguntando”3.
Y eso te lo dicen después de ochocientas y pico de páginas. Qué tal.
Pero no, no puede ser tan fácil. Sospechar es la premisa. Como lo hacían Belbo y Casaubon, a pesar de que Diotallevi se los advirtió: permutar la historia, jugar con el lenguaje, no podía sino terminar en un desorden del mundo, algo antinatural, contracorriente, porque el mundo es lenguaje, bla, bla, bla.
Buscar algo más es de locos. Y quizá estemos todos locos o, con todo el respeto, quizá solo yo.
Quédate con eso, lectora de segundo nivel. Sé feliz.
Recuerda.
***
Es que a Umberto lo conocí a los dieciocho años, cuando pensaba aún en sucres, y he seguido leyéndolo, fuera y dentro de la academia.
Supongo que leeré ahora con más cariño, si eso es posible, una novelita suya, ilustrada, que compré en un callejón de libros usados en Ciudad de México. No sé a cuántos pesos la compré. Sé que me salió como en tres dólares. Ahora pienso en dólares. Cómo pasa el tiempo.
Y siguen las conjuras. Y siguen los planes.
Quizás estamos todos locos.
O quizá solo yo, que me entristezco porque un viejo semiólogo italiano, al que no conocí en persona, se fue en busca de otro plan.
De otro mundo.
De otro lenguaje.
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NOTAS
1. Las categorías de lector de primer nivel y lector de segundo nivel son, por supuesto, de Eco. Están descritas, a prueba de incrédulos y cretinos, en la obra Sobre Literatura (2002). Barcelona: RqueR editorial.
2. Eco, Umberto (1997). El péndulo de Foucault. Barcelona: Plaza & Janés Editores S. A.
3. Ídem.